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“Si mi canción acarrea mensajes de carácter político, lo hace por simple y pura honradez, y siendo yo una parte inseparable de mi pueblo; mis canciones no son guerrilleras, no tiro tiros con mi guitarra…”
Una cuna de cartón con un sol de arena se reposó en una habitación de sueños e independencia de Alfredo Iribarne o Durán o finalmente Zitarrosa, allá por 1936.
Sus años de crecimiento, pasando de familia en familia, no fue un freno para experimentar los tiempos de aprendizaje y madurez con un fuerte sentimiento de canto que su madre biológica apoyó en los cuarenta cuando lo llevó a debutar en radio.
Las vivencias y las costumbres de su pueblo, la tierra empastada de ilusiones, los dolores de la pobreza y la sangre inquieta de crecer y ser en el mundo no solo un elemento, sino un útil instrumento lo llevó a desarrollar una vista crítica en su interior, que, tras pasar por distintas profesiones como la venta, la actuación teatral, la locución y el periodismo escrito, explotaría en poesías…
Por casualidad, a principios de los sesenta sobre suelo peruano, su voz no solo sería una presentación ajena sino propia, con sabores testimoniales. Su pueblo oriental le indujo la incorporación de canciones contestatarias o de propuesta en su primer material y los sucesivos marcando un estilo.
Poesías enmarcadas en una vista panorámica de la vida ante sus ojos, con cuentos e historias condecoradas con guitarras y algunos violines, pero especialmente, con la postura de su mano interpretativa para contar cada una de sus canciones, bajo un seño fruncido, la elegancia de su presencia y dicción.
A pesar de ser un pequeño faro de luz para los compatriotas en un pueblo de miseria, dolor y represión, su canto tuvo que silenciarse con la dictadura militar de 1973 y se fue por unos meses a Argentina; sus discos fueron prohibidos y eran duramente castigados los poseedores de sus canciones.
Un cantor callado es un libro muerto bajo la luna soñadora y el pecho del poeta uruguayo era simplemente un título sin sentido al no poder, ni siquiera, templar la guitarra.
“Me gusta España, su gente, más ahora en este hermoso clima de apertura democrática”, como un anhelo suspirado de regreso expresó en la década del setenta, Zitarrosa.
México y España fueron tierras cuidadoras del profesional que aprendió a querer aunque siempre reconoció que no son lo mismo que Uruguay, aunque le sirvió para enseñarles la vida de su tierra, los anhelos y los sueños para ella en un futuro muy cercano, además de componer “Guitarra Negra”, una de las mejores composiciones de la música y literatura latinoamericana.
Culpas políticas, vacías de cultura y pertenencia son motivos para resignar el antojo y elegir la vida, pero el dolor de lo propio es aún mayor cuando, indirectamente, tiene el rumbo vacío: “El gobierno no ha encontrado la necesaria base popular, pareciendo incluso carecer de un programa de realizaciones dignas de nuestro pueblo, libertades democráticas y nivel de vida, costumbre de nuestro pueblo. Un gobierno sin programa no puede aspirar a la supervivencia”, expresó el poeta uruguayo luego de cuatro años de exilio.
Al volver la democracia a Argentina, Alfredo Zitarrosa se reencontró con el público en el estadio Obras Sanitarias de Buenos Aires pidiéndoles permiso a la gente “para cantar en nombre de su pueblo”. Su vuelta a Uruguay fue el 31 de marzo de 1984 en el Estadio Centenario de Montevideo con una multitud ovacionando su regreso, aún, en tiempos de dictadura.
El 17 de enero de 1989 se apagó solamente su corazón, ya que sus poesías, su voz y su arte intelectual siguen de pie.
Desde “El canto de Zitarrosa” -su primer disco hasta producciones inéditas publicadas en los noventa- el cantor popular uruguayo tiene más de cuarenta discos, entre el país oriental, Argentina, México, Venezuela y España; su música como “Doña Soledad”, “Pa´l que se va”, “Zamba por vos”, “El violín de Becho” o “Adagio en mi país” recorrió el mundo así también como su literatura, por ejemplo “Explicaciones”, de 1955 o “Por si el recuerdo”, de 1988.