}
…Nadie tiene la capacidad de avisar lo que vendrá porqué es lo que menos se espera; un fantasma abstracto que vive deambulando por las calles de asfalto y tierra buscando almas para abrazar y llevarse consigo las elecciones del camino; es el sentimiento de los ojos que nunca esperan el desierto vivo. Con ellos se conviven desde que nacemos mientas caminamos por la senda de los días, triunfando y fracasando...
Pareciese que fuese ayer nomás aquella triste noche del 13 de noviembre de 2004. La noche porteña se había vestido de smoking y sombrero sobre la avenida Corrientes en el Teatro Lola Membrives, en previas de romanticismo y expectativa para los boleros de Chico Novarro pero el destino traidor convirtió cada gota de lluvia nocturna en infinitas lágrimas grises de sal inesperadas y absurdas.
Cuántos años de experiencia han caído en aquel escenario golpeado; un solo de percusión que no encontró la puerta de la conclusión y sí un puñal que le tajeó el corazón y en la madera deslumbrante, su mente inquieta por querer seguir marcó la última figura ante el desazón de los protagonistas. El telón se había cerrado pero el cuadro era irreversible.
El percusionista santiagueño Domingo Cura nació con el ritmo en la sangre en el árido cielo de la Madre de Ciudades, sintiendo el retumbar del parche de cuero de animal y árbol desbocado por dejar su latido a la legüa por el horizonte. Y cada golpe en el pecho del bombo fue la caricia del sonido que jamás lo desprendió de las raíces.
Incursionó en todos los instrumentos de percusión lo que le permitió recorrer el mundo, actuar y colaborar con videos y películas y conocer a los mejores folkloristas, a caribeños, a ídolos del jazz, del bolero y el rock nacional, y ha grabado en discos mitológicos por donde se lo mire, como La Misa Criolla de 1964.
Ha desparramado sonrisas en cada pétalo que pisaba en las tierras santas en donde dejó una porción de arena y sueño, y el amor, fundamentalmente, fueron las ganas resumidas de hacer, querer y poder tocar y deslumbrar a su público y al ajeno, permitiéndoles alojar una porción de su nombre en sus memorias.
Su perfil bajo, por sobre todas las cosas, fue la humilde y ejemplar escuela innata que recibió de su familia, y en sus ojos, manos remendadas y callos y con años de experiencia en su piel, trasmitió el respeto y la admiración por la música.
Domingo Cura marcó un tiempo de enseñanza y triunfo desde lo más bajo y deja actualmente un desvelo, deseo y esperanza para aquellos que supieron entender y adoptar, aunque sea en pequeñas dimensiones, la maestría recibida desde el escenario hacia los oídos.