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Este fin de semana hubiese comenzado el 61° Festival Nacional de Folklore. Esta nota -como todos los años- debería haber sido el preámbulo de las crónicas de cada luna. A diferencia de eso, en estas líneas al menos intentaremos explicar lo que significa no estar en la Próspero Molina.
Hasta las primeras horas de este 2021 no lo había experimentado. Sabíamos desde antes de
que se confirmara desde la Comisión del Festival, que este año Cosquín no iba a reunir a todo el país, noche a noche, después del grito inaugural.
Es domingo 3 de enero. El almuerzo se detiene para ver en canal Volver una película de comienzos de los ’80. “Mire qué lindo es mi país” es el film y un viaje a la nostalgia en grandes cantidades. Rubén, mi padre, quien aparece en una de las escenas bailando empieza a contar anécdotas de cuando se grabó. Atahualpa Yupanqui en el escenario que después llevaría su nombre es una imagen muy fuerte y profunda, que enarbola todo. Miro de reojo al bailarín que se ve allí y noto lo que le genera. Él me transmitió lo que se siente por Cosquín. Él me mira de reojo, sabiendo lo que me está por empezar a pasar, porque hasta ese momento no me había sentido así.
Al terminar la película nos dimos cuenta de lo que era: no poder cumplir la promesa de volver.
Pasar por el corazón
Eduardo Galeano comienza su libro de los abrazos así: “RECORDAR: Del latín re-cordis, volver a pasar por el corazón”. Y eso es lo que provoca esta imposibilidad de una nueva edición del Festival: no poder comenzar con los recuerdos. Porque cada vez que estamos ahí, recordamos para adelante. Sí. Cosquín tiene varios milagros. El primero de ellos cuando comienza a cantar, el segundo es cuando se empieza a vivir. Porque Cosquín se vive, minuto a minuto, día tras día y con varias jornadas de anticipación. El segundo milagro es poder recordar para adelante. Porque cuando estamos a orillas del río de zambas enamoradas, entregamos el corazón. Se lo damos sin más, para que quede grabado todo lo más que se pueda. Porque sabemos que volver a pasar por el corazón, es volver a pasar por Cosquín.
Pero ¿por qué estamos así? ¿Por qué la nostalgia nos visita de golpe sin previo aviso? ¿Por qué estamos siendo una melancolía andante?
Hace un tiempo leí que se escuchó menos música de lo que se pensaba en estas épocas de aislamiento social y distanciamiento. La explicación me la dio Samuel, alguien ajeno al Folklore y cercano a la música electrónica: “Creo que -en nosotros- es porque estábamos muy acostumbrados a sentir la música en vivo. Esa es una experiencia que no se reemplaza con sólo escuchar. En mi caso, la música en vivo era el combustible. El motor sigue estando, pero le falta nafta. Además 1 año es mucho tiempo”. Acá se desprende otra cualidad de Cosquín, de la Plaza Próspero Molina, del Festival que comenzó hace seis décadas: Cosquín te atraviesa.
Y un poco más. Cosquín te hace sentir, te hace vibrar. ¿Eso es atravesar? Sí. Nadie vuelve igual de Cosquín. Ni quienes participan del “Congreso del hombre argentino”, ni quienes presencian y compiten en el “Pre-Cosquín”, ni quienes en los espectáculos callejeros dejan todo de sí, como si estuviesen en el escenario mayor. Ni fotógrafos y fotógrafas que, en la fosa de la Plaza, amuchan las almas. Porque el espacio es chico, pero el corazón gigante y lo que se vive, muy, muy fuerte.
Sin enero
Pero ¿por qué nos sentimos así? ¿Por qué estamos invadidos por una tristeza que nos dura hasta la cacharpaya? Me vuelvo a preguntar.
La respuesta tal vez la haya dado Julieta Amateis, que hace unos días subió una foto a la Muestra #QuedateEnCasa con el Atahualpa Yupanqui brillando, como siempre. Porque siente y sentimos que se robaron este mes. Porque enero sin festivales no es enero. Porque no se darán los reencuentros efusivos, lo bello de lo cotidiano, la fiesta de los detalles. No se dará el banquete del alma, que sólo pasa con la música. El amanecer en un patio que se enciende y que todo aquel que va, parece un familiar como en el de la “Piry”. Porque esa magia no se experimenta en otra parte. Y Cosquín es mágico.
Porque hay silencios que hacen falta, pero hay otros que no ayudan. Por ejemplo, el que llega cada lunes a la mañana cuando Cosquín finaliza. Pero ahora se va a dar todas las mañanas. Es un silencio que se filtra, que se mete por todas las hendijas del cuerpo.
Afecta hasta al duende de Cosquín que está aturdido por el silencio. Sí es un mutismo que resuena, en la ciudad donde en todas las esquinas hay música.
Es el mismo silencio que nos tiene medio raros y raras, que para peor nos hace encontrarnos en soledad con las ganas de estar allá. Y vamos a extrañar los nervios por llegar y la desesperación para que no se termine. Porque en Cosquín el tiempo cambia de estados, en eso también hay magia. Esas noches pasan volando, cuando podemos sentir que volamos con la danza y la música que baja desde el Atahualpa; ser testigos de la palabra que se respeta y se defiende; ser abanderados del no oxidarse, haciendo lo que amamos y amando lo que hacemos; defensores de lo que escuchamos; encantadores con las nuevas voces; seguidores del movimiento y de toda música que respete la raíz, respetando el folklore; ser partes de un engranaje que debe seguir moviéndose para no estancarse.
Admirando las manos que muestran todo lo que saben y cómo lo saben, en carpas que no dejan ver las estrellas, porque las estrellas son los artesanos y las artesanas. Es el arte que cumple con el cometido por el que comenzó este Festival. En esta parte del país el arte sana, no solamente por el aire que se respira, si no por las chacareras, zambas, gatos, tonadas, carnavalitos, huaynos, chaparritas… No solamente purifica los pulmones, si no el alma.
Va a estar perdido el duende. No escuchará las campanadas cada noche, anunciando que los fuegos exploten y que la gente se encienda. La catedral del folklore -como dijo Horacio Guarany- tendrá sus puertas cerradas. No se llegará como una procesión desde la San Martín ni desde cualquier punto del país.
Va a estar deambulando el duende en Cosquín. Buscará en los lugares donde hubo peñas, en las calles tocando alguna guitarra con menos cuerdas. Pedirá por el pueblo que no estará presente, tendrá que hablar a solas con la luna, cuando llegue a la punta del Pan de Azúcar.
Cosquín se va a despertar cada mañana consternada, perpleja. No entenderá que no se cumplió la promesa de volver, que hicimos el año pasado, como en cada año. Costará entender que no fue porque no quisimos. La Próspero Molina no entenderá que un virus nos truncó la posibilidad de ir a saludarla.
Aceptará que a la salud hay que priorizarla. Y al Festival habrá que hacerle entender que como alguien mayor de 60 debe resguardarse y juntar energías para el regreso que seguramente será emotivo y triunfante. Que se tome este “descanso” para repensarse hacia adelante, “que desprenda del tradicionalismo a ultranza y que permita nuevas formas de la música popular” me diría alguien que sabe y mucho del tema. O lo que se podría resumir con la parte de una canción que sonó hace poco allí: “Vienen las canciones nuevas, llenas de canciones viejas”. Que cuando vuelva lo haga viviendo el presente, respetando el pasado, pero construyéndose de futuro.
El poder del abrazo de y en Cosquín
Desde anoche vendrán ganas de cantarle “La Ausencia” de Juan Ravioli: “Para que veas estoy acumulándote en mí. Tiempos de tiempo mejor. Yo ya no quiero decir que esto no es lo mismo sin vos”.
Painé Nocetti, quien conoce y mucho a Cosquín, desde el otro lado tranquiliza: “Nada es para siempre, el dolor, la distancia y el de los abrazo tampoco”.
Es un alivio y una alegría saberlo, Cosquín. Porque ahí empecé a entender más por qué estamos así. Enfrentados con un virus microscópico que no nos deja abrazarnos. Que no nos deja sentirnos plenos. Justamente por eso: no nos deja sentirnos más vivos. Porque nos vino a traer mayor conciencia de la finitud de nuestras vidas, que Cosquín por arte de magia alarga en nueve noches. Porque los músicos que conmueven, los y las fotógrafas que eternizan momentos con sus cámaras, las leyendas que deambulan por la Plaza ganándole a la muerte; la poesía que se genera para poder pasarla de generación en generación… Todo eso no estará. El virus nos impide en este enero sentirnos más vivos.
No podremos abrazarnos en Cosquín, donde los abrazos sanan más y elevan siempre. En un lugar que te abraza, atraviesa, magnifica, nos hace recordar, nos cura, nos dé el mejor de los rituales…
Porque a lo mejor la respuesta a tantas preguntas sobre estos sentimientos de estos días, nacieron el mismo día en que nació el Festival. Un 21 de enero, que también es el Día Internacional del Abrazo. Porque como también explica Eduardo Galeano en “El Viaje” (y alguna vez me sirvió para entender más el Encuentro de San Antonio de Arredondo): “La vida se resume entre dos aleteos, sin más explicación, transcurre el viaje”. Quienes nacen buscan manotean como queriendo abrazar y quienes se van, mueren queriendo alzar los brazos, como queriendo despedirse abrazando. Entre esos momentos pasa la vida.
Y mucho de la vida pasa en Cosquín, en esa Plaza y en ese escenario. En ese viaje hermoso al que nos embarcamos en cada enero. Para volver a abrazar y sentir que nos abrazan. Para sentir que volvemos a nacer en cada enero.