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Notas
NOTA DE INTERÉS


15/08/2018

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RECORDAR


No se puede hablar de la historia del chamamé sin pasar por la obra de Mario del Tránsito Cocomarola. Tan grande fue lo suyo que este 15 de agosto, el día que hubiera cumplido 100 años, cualquiera podría desmentir que pasó al recuerdo hace 44 años. Entonces, a la pregunta de cómo ocurre que un músico llega a la grandeza es posible responder que lo es cuando su obra lo trasciende. La de Cocomarola le pasa por arriba a él mismo y atraviesa al chamamé, lo nutre y, sobre todo, lo proyecta.


 Los comienzos  
El amor de Don Tránsito por la música empezó empujado por la muerte de su padre, un inmigrante que llegó a Corrientes huyendo del terror de la guerra en Europa y de quien heredó el amor por los fueyes. Mario tenía 13 años cuando salió a buscarse la vida, a hacerse hombre en los boliches donde hacía sonar el instrumento. Fue su segunda escuela.


Su primera orquesta fue la Municipal. Desde 1940, y por seis años, tocó con el Trío Taragüi, luego llegaron Los Hijos de Corrientes con Emilio Chamoro, más adelante Osvaldo Sosa Cordero y sus Correntinos, el Conjunto Irupé, Los Cumuní, la formación de Miguel Repiso, la de Ramón Estigarribia y entonces sí formó su propio conjunto, el Trío Coromarola, que tuvo distintos vocalistas y cambió de nombre hacia finales de los años 40.

Entre 1940 y 1950 se definió como un artista que interpreta al pueblo desde el bandoneón sin olvidarse de la belleza musical. Más adelante su camino se abre en vertientes como el delta de un río interminable y sensible; la suya es una obra de proyección folklórica hecha por un instrumentista de alto nivel.

En la década de 1950 Tránsito graba con el Trío Cocomarola y con el Dúo Cocomarola. Con su impronta produjo un hecho histórico: contó con Isaco Abitbol en su formación y hasta con Ernesto Montiel. También Blas Martínez Riera formó parte de uno de los grupos de Cocomarola y grabó con El Taita del chamamé en cuatro discos.

Fue con Roque Librado González, con quien formó además un prolífico dúo compositivo que dejó perlas del género que al día de hoy los grupos siguen incluyendo en sus repertorios.
“Fue mágico, un adelantado a su tiempo, lo más grande que tuvo el chamamé y no quiero que nadie se enoje porque este es un género de maravillosos: Ernesto Montiel, Isaco Abitbol, Salvador Miqueri, Teresa Parodi. Pero Cocomarola se adelantó a él mismo. Y tuvo los más grandes dúos chamameceros (Úbeda-Chávez, Verón-Palacios, Cáceres-Almeida, Cáceres-Molina) y también formó tríos. Tránsito fue un innovador total”, lo recuerda Ofelia Leiva, mítica voz del chamamé.


 Kilómetro 11  
Con los conjuntos del poeta Osvaldo Sosa Cordero y de Miguel Repiso llegó por primera vez a Buenos Aires. La primera canción que registró fue Laguna Totora, para el sello Emi-Odeón, con una formación suya. Todavía nadie lo decía oficialmente, pero su nombre ya se anotaba entre los notables del género. Faltaba que apareciese la magia de la canción para quedar en el bronce de los grandes. Ocurrió en 1943, cuando Cocomarola grabó un tema que iba a ser el más emblemático de su obra: “Kilómetro 11”.


Otro que también nació en 1918 le puso música a esa obra: Constante Aguer, que falleció hace 8 años. Se conocieron en 1940 en Buenos Aires, siendo ambos alumnos de Antonio Giannantonio: Cocomarola estudiaba música y Aguer tomaba clases de solfeo con la finalidad de rendir el examen como compositor en SADAIC. El correntino le pasó dos músicas a don Constante, “Belleza correntina” y “Kilómetro 11” sin explicarle nada de ninguna. El resto es la imaginación del autor y el misterio que eleva a cualquier tema a la escala de himno.

Una curiosidad: en los papeles el himno de chamamé fue una polca y se llamó "campera". Fue cuando todavía no tenía letra. Dicen que Herminio Giménez dijo que era una canción muy buena como para ser un chamamé. Es en 1946 que lo graba Cocomarola cantado por el dúo Cejas-Ledesma para el sello Odeón. Lo más curioso es que allí también aparece como si fuese una polca. La registró en Sadaic el 10 de mayo de 1955.
Por esa canción, actualmente sus herederos cobran derechos de autor desde Canadá, Estados Unidos, Alemania, Japón, Brasil y México.


 El Taita  
Quienes lo conocieron lo recuerdan como un hombre generoso. “Era una persona excepcional, chistoso, alegre. En su música está expresado su ser: dulce y enamorado”, lo recordaba a Adolfo Ramón "Toti" Rodríguez, que grabó con leyendas como el propio Cocomarola y Ernesto Montiel, en una entrevista de Carlos Lorenzola. “Le hablaba de forma muy suave a los músicos para transmitirle lo que quería del sonido, no gritaba, no se enojaba y sabía adónde quería llegar con su música”.

Hubiera querido viajar a Europa con su música. Se lo había confesado a sus músicos y era un deseo que no pudo cumplir.

Dulce, sereno, armonioso, cadencioso, contraponiéndose al estilo “montielero” de empuje, fuerza y potencia y diferenciándose de la rama de Tarragó Ross: vivaz, creada para el baile zapateado, fiel representante de la alegría del paisano de campo adentro, la música de Cocomarola respetaba el chamamé clásico, pero encontraba el apogeo en la sonoridad.

Lo de Cocomarola fue ir un paso más allá; incorporó el contrabajo y quitó la percusión, por creerlo a ese instrumento menos estridente y más acomodado a la compañía de la voz humana -con las que también jugó- y podía tocar el acordeón o el bandoneón.


 Camino del chamamé  
Cocomarola registro más de 300 composiciones en Sadaic y trazó en ellas un camino personalísimo. Sin embargo, pisó sólo dos veces el escenario de Cosquín y no volvió por propia decisión. Cocomarola había estado allí antes de su debut por boca de Los Trovadores del Norte, un grupo santafesino que en 1964 estrenó "Puente Pexoa”, un rasguido doble que Tránsito había compuesto casi 10 años atrás sobre poemas de Armando Nelli. Les decía a los suyos que allí se burlaba al chamamé y esa era una afrenta que él no iba permitir.


El día de su muerte, ocurrida el 19 de septiembre de 1974 a sus 58 años, es hoy el Día del Chamamé. Una calle lo recuerda en la ciudad que besa al río pariente del mar, una traza que conduce a la plaza donde está su estatua, en la que Mario del Tránsito Cocomarola toca el bandoneón con la mirada en el horizonte y el fueye siempre relinchando chamamé, delicado y alegre, un siglo después.


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