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Cuando terminaba 1977, la Secretaría de Inteligencia del Estado redactó los “Antecedentes ideológicos de artistas nacionales y extranjeros que desarrollan actividades en la República Argentina”. Era un documento secreto que agrupaba fichas de compositores e intérpretes como Nacha Guevara, Víctor Heredia, Huerque Mapu y Pedro y Pablo, entre decenas más.
“La subversión inició una tarea tendiente a lograr transformar en COMUNICADORES LLAVE, esto es, personas de popularidad relativa en los medios artísticos, cuyo accionar -–siguiendo la concepción soviética del rol de escritores y artistas– es el de verdaderos ‘ingenieros del alma’”, argumentaban los militares.
A pesar del candado con que la última dictadura militar intentó guardar bajo llave a los artistas folklóricos, a quienes persiguió, amenazó, intentó matar y prohibió, la canción popular se había metido en el corazón del pueblo y hubo de cantarse a pesar de los cepos con que los militares las borraron de los medios de difusión.
En esas listas los censores prohíben a un grupo de músicos populares de raíz folklórica: de Horacio Guarany a Ariel Petroccelli, de César Isella a Omar Moreno Palacios, la lista es nutrida y también variada.
El folklore fue, desde que en 1944 Atahualpa Yupanqui aclaró de quién eran las vacas y de quiénes las penas, un género político. Si bien tuvo una fuerte raíz paisajística en las décadas del 50 y 60, la pérdida de esa inocencia descriptiva lo volvió peligroso para el sistema. Canalizó reclamos y sueños, resumió dolores que parecían lejanos y los volvió canto colectivo; había aprendido a deletrear el aire que respiraba su pueblo para hacerlo canción.
Mientras el folklore sufría el espanto, otros géneros le ponían música a la fiesta militar o, en el mejor de los casos, le quitaban el cuerpo a la realidad para elevar el canto simplón que el enemigo quería para sus oídos.
Las canciones prohibidas
Algunas de las canciones prohibidas fueron “Coplera del prisionero”, de Horacio Guarany. (“Estamos prisioneros carcelero/Yo de estos torpes barrotes tu del miedo”); “No se por qué piensas tu”, un poema del cubano Nicolás Guillén con música de Guarany; “Hasta la victoria”, del uruguayo Aníbal Sampayo. “Alcen la bandera”, “Juana Azurduy” y “En Sudamérica mi voz” de Ariel Ramírez; “Agarrame el alazán”, de Omar Moreno Palacios; “Triunfo agrario”, de Armando Tejada Gómez y César Isella; “Hombres en el tiempo”, de Isella; “Chacarera del expediente”, de Gustavo “Cuchi” Leguizamón, entre tantísimas otras.
Carlos Di Fulvio podría hacer un disco completo con sus canciones prohibidas: “Doña Maclovia”, “El triunfo del alambre”, “Allá va el toro de Villegas”, “Carne de cañón” y “Pasa el malón”, son algunas de las 12 que los militares le prohibieron.
Charly García, Luis Alberto Spinetta, Sandro, Billy Bond, Astor Piazzolla, Eladia Blázquez, Aldo Monguez, Manolo Galván, Cacho Castaña Coco Díaz y hasta Quuen y Eric Clapton sufirieron el silenciamiento de los militares que había usurpado el poder el 24 de marzo de 1976. “No apto en horario de protección al menor”, aclaraba el censor, por las dudas, al final de cada lista.
Hubo que esperar a las primeras flores de la primavera democrática para escucharlas, cuando ya había pasado la calamidad de las langostas que anunciaba Víctor Heredia en su “Informe de la situación”; ya había resucitado el “Cristo Americano” de Ariel Petroccelli y todos recordaban a la “Amanda” obrera de Víctor Jara. Volvía a soplar el viento que cantaba Alberto Cortez; habían regresado los “Pájaros de Hiroshima” dibujados por Horacio Guarany. Era la pintura de los que habían resistido el “Canto de Sudamérica” que escribió Eduardo Falú.
El largo brazo de la censura
Contra la frase de Jorge Rafael Videla “silencio es salud” los músicos populares argentinos escribieron, a hurtadillas algunos, arriesgando el cuero otros. Como podían desenrollaban el nudo de las palabras para sacarlas del silencio. Algunas sufrieron una insólita censura. A Cacho Castaña no le dejaron cantar “Si te agarro con otro te mato” (“te doy una paliza y después me escapo”, decía). Algunas canciones fueron censuradas por “contener su letra incorrecciones en el uso del idioma y ofrecer una concepción errónea de los intereses e inquietudes que sustenta la juventud”. O quien, tal vez, sea el más inesperado de todos: Camilo Sesto, a quien en 1976 el Comfer le prohibió la difusión de “Jamás” (“Jamás, jamás, he dejado de ser tuyo/ lo digo con orgullo: tuyo nada más/ Jamás, jamás, mis manos han sentido/ más piel que tu piel/ porque hasta en sueños te he sido fiel”) por “exaltar exclusivamente la forma corporal en una relación de pareja, en desmedro de aspectos espirituales que son la base misma y definitiva de la familia”.
Una canción que pasó de la prohibición a la recomendación fue “Sólo le pido a Dios”, de León Gieco. Usada para apoyar la guerra que la misma canción despreciaba, con una estrofa de la letra impresa sobre una foto de combate publicada en el semanario Somos. Antes le habían prohibido “Canción de amor para Francisca”, consignando mal su nombre (“Canción de amor para Francisca y su hijita”). El motivo era insólito: el oficial estaba celoso porque su novia le hablaba todo el día de León Gieco.
El exilio
La prohibición se convirtió luego en exilio. A algunos, como al uruguayo Alfredo Zitarrosa, el exilio se le metió en el corazón como una astilla, hasta matarlo de tristeza. A otros, como a Mercedes Sosa, les hizo un tajo en el alma, una herida que iba a lastimar a la Negra hasta el último de sus días. A Guarany, que soportó atentados con bombas en su casa, le tiñó las canciones de dolor y nostalgia. Armando Tejada Gómez, César Isella, Hamlet Lima Quintana, Enrique Llopis, Marián Farías Gómez, tantos más, debieron llevar a otro lado su compromiso militante con la canción.
Guarany no parecía un simple cantor; era, más bien un líder revolucionario encendido: barbudo, gritón, se jugaba la vida en casa estrofa. Molestaba por su poesía, por su fuerza y hasta por su apodo: le decían “Pueblo”.
Daniel Toro debió ser Casimiro Cobos para poder registrar sus canciones en Sadaic. “Me prohibieron actuar en las radios y hasta recibí la famosa llamada “o te callas o sos tierra de cementerio”, contó. Daniel le hizo honor a la fuerza de su apellido: “A mí no me sacan, si hay alguien dueño de esta tierra, ese soy yo. De acá no me mueven. Solamente muerto me van a sacar”. Así siguen esas canciones en las listas: anotadas con el nombre que a Toro le salvó el pellejo.
Piero, perseguido por la Triple A, se refugió en la casa de sus vecinos, desde donde vio dos Falcon verdes estacionar en la puerta de su casa. Lo salvó un ex novio de su hermana que un rato antes le pasó el dato. “Te van a matar, andate”, le había dicho.
Otros, muchos, debieron irse. Como ella, que hacía poco había puesto un pie de regreso en su país. Era febrero de 1982. Mercedes Sosa cantó con Domingo Cura, José Luis Castiñeira de Dios y Omar Espinosa, la canción “La Carta”, prohibida. La Negra soltó los primeros versos pero ninguno de los músicos la acompañó: arrancó sola con el legüero hasta que los demás cayeron en la cuenta de que ya era imposible frenarla.
Cuando la dictadura se volvió cenizas, la canción militante que siempre alzó la voz tuvo su cuarto de hora, pero es justo recordar su camino de dolores y sinsabores en los tiempos en que el silencio quiso cantar más fuerte que la canción.