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Dueño de una mirada que le permite ejercer cierta “antropología lírica” ante la materia habitante de su poesía, Néstor “Poli” Soria, continúa el camino de Homero Manzi, Homero Expósito, Manuel J. Castilla, “Lucho” Díaz o Armando Tejada Gómez, para inscribirse, en la actualidad, entre los escasos poetas que ponen su obra en manos de la canción popular argentina. Sus poemas han sido musicalizados por compositores como Rolando “Chivo” Valladares, Rubén Cruz, Raúl Carnota, Juan Falú, Ramón Navarro, Luis “Pato” Gentilini; lista a la que se suman jóvenes compositores, tales como: Pablo González Jasey y “Topo” Encinar; y se han cantado en las voces de Mercedes Sosa, Liliana Herrero, Melania Pérez, “Suna” Rocha, Luna Monti, Tomás Lipán, entre muchos más, y en las de cantores anónimos que, en innumerables guitarreadas, fueron asentando estas canciones como piezas ineludibles del cancionero popular de raíz folklórica.
¿Cómo fueron sus comienzos?
Mis comienzos están en el “Nueva Baviera”, aquel viejo ingenio. Era un pueblo de gente demasiado simple, obreros, cosecheros... Mi casa paterna lindaba con el surco, con el cañaveral. En el espacio que distaba entre el fundo cañero y la tapia de mi hogar, en épocas de zafra, se alzaban ranchitos de maloja construido por peladores que llegaban con sus familias desde otras provincias como Catamarca, Salta, Jujuy, Santiago del Estero, Chaco y hasta se podía ver gente de Bolivia; de Tucumán sólo se arrimaban jornaleros de pueblos arribeños, digo Tafí del Valle, Anfama, Ancajuli, Amaicha del Valle, Chasquivil; se veían muy pocos tucumanos del llano ya que la “pelada” era una tarea pesada y mal vista.
Viviendo en ese ambiente azucarero y diverso, yo que desde mi infancia soñaba con ser músico y cantor, no sabía cómo empezar; no encontraba en ese mundo rural quien pulsara un instrumento musical; los obreros y cosecheros cantaban trozos de canciones de sus tierras a capella, golpeando las palmas o el pecho. Cuando cumplí 12 años, recuerdo que mi padre me dio a leer en paralelo dos libros: La Biblia -a la que leí y releí seis veces sin llegar a entenderla, y aún hoy tiene para mí hechos incomprensibles- y el cancionero tucumano de Juan Alfonso Carrizo. En este último libro colmado de coplas, descubro una métrica fácilmente entonable, entonces empiezo a ensayar mentalmente, y de seguro con el corazón también, pequeñas canciones. Pues esas estrofas octosílabas me ofrecían cadencias musicales. Y sin dudas mi oído, me iba enseñando la cantoría, el poder expresarme cantando; a esos versos yo me deleitaba poniéndole música, melodías que robaba de las comparsas de indios que pasaban en tiempo del carnaval, grupos numerosos de hombres ataviados con trajes cubiertos de plumas y espejitos que lucían desde la cabeza a los pies. Estas indiadas se detenían casa por casa y luego de ofrecer sus cantos y bailes, acompañados con sus cajas y pinkullos, pedían una colaboración en moneda y, de ser posible, “un traguito” a todos los vecinos. Se quedaban a bailar en nuestras veredas y a toda esa musicalidad, a esa tonalidad, yo la trasladaba a mis impromptu cantados. Es ahí donde empiezo a animarme a entonar algunas cosas. Además las emisoras de radio argentinas, en aquella época, difundían mucho folklore. Emitían programas, por lo general en las noches, como aquel llamado “Surcos estelares Hanomag” – radio El Mundo, Buenos Aires-, donde actuaban “Los Chalchaleros” y el poeta Jaime Dávalos recitando sus obras. Mi papá tenía una radio, un armatoste a válvulas de madera lustrada, y solía sintonizar estos programas en onda corta; le gustaba mucho el folklore a mi viejo, no tocaba nada, pero le gustaba. Mi hermano y yo estábamos siempre cerca de ese aparato, a veces haciendo ruidos con nuestros juegos, pero indudablemente le poníamos la oreja. Entonces empecé a aprender algunas zambas; como este programa se daba todas las noches, había zambas que se repetían y yo las memorizaba.
Ya a esa edad soñaba con tener una guitarra, y en Famaillá, ciudad que estaba cerca del ingenio Nueva Baviera -a dos kilómetros-, había muebleros que ofrecían, en venta, esos instrumentos. Eran las famosas marcas “Tango”, “Armónica”, “Melódica” y otras, que estaban construidas con maderas terciadas. Como mi padre era muy conocido, cuando yo veía en una mueblería una guitarra, la bajaba y la tomaba, claro, tenía todas las cuerdas flojas, no le sacaba ningún sonido armónico, pero el mueblero me decía: llevatelá, después tu papá me la paga, no hay problema. Cuando mi viejo llegaba al mediodía, me apuraba a decirle: papá, mirá lo que me he comprado, me dicen que después la pagás, entonces mi padre tomaba la guitarra y se la devolvía al mueblero; claro, él sostenía: guitarra, alcohol y vos..., ¡nada!, borrachos en la casa, no, no. Al final he aprendido a tomar vino y no a tocar la guitarra (risas). Bueno, el hecho es que me devolvió como dos o tres veces las guitarras.
Y ahora me acuerdo de una anécdota tragicómica con mi primera guitarra:
Cuando tenía ocho o nueve años, un tío llamado Francisco Mazziotti, quien vivía en la avenida Mate de Luna, frente a la Maternidad, casado con Clotilde Soria, hermana de mi padre, tocaba una guitarra encordada con tripas de chancho –las de nylon eran escasas y caras- y las clavijas de madera estaban incrustadas en el cabezal. Una mañana de un 6 de enero, a los pies de mi cama apareció esa guitarra, ¡uy, imaginate mi alegría!, la tomé y sin desayunar salí para el campo -el entorno de mi casa era llano abierto y cañaveral-. En ese sitio teníamos una canchita donde también pastaban majadas de ovejas criadas por mi padre y otros vecinos, eran no menos de setenta animalitos que no reconocían dueños, no se sabía cuál era de quien. Y bueno, me puse ahí con la guitarra y las sentía sonar a las cuerdas de tripas, opacas, similares a las que usaba Gardel en sus primeras grabaciones. Parece que en un momento la dejé sobre el pasto y me puse a corretear a las ovejas, estas se asustaron y pasaron por encima de mi instrumento, ¡se acabó la guitarra, la pisoteraron entera, la quebraron! ¿¡quién iba a arreglar eso!?, nadie.
Te sigo contando. Cuando cumplí trece años, mi madre me dijo: “Poli”, te voy a comprar una guitarra y me trajo a la ciudad de Tucumán, a “Casa Breyer”, negocio que estaba en la calle Buenos Aires primera cuadra, el dueño era un señor Roberto García quien ya falleció. Mi vieja me dijo: elegí la que te guste; todas tenían más o menos el mismo precio y a cual más linda, yo me incliné por una que era más bien baja de caja, no muy grande, ideal para mi estructura física, digamos que calzaba bien en mis brazos y la llevé. Esta ya era “guitarra autorizada”, mi viejo ahí no podía hacer nada. Claro, ahora había que afinarla. Me pregunté ¿cómo se afina esto? Si me compraban un libro de afinación, debía tener la punta del ovillo para decir desde aquí arranco, por que si te dicen la primera cuerda es la nota “Mi”, ¿cómo lo encuentro al sonido del “Mi”?. Entonces, yo andaba con esa guitarra y le ajustaba las cuerdas, ¡decí que no se cortaban! No encontraba quién me enseñe. Por ahí me topé en Famaillá con un chango que rasgaba hermoso, no porque hiciera un rasguido extraño, era el movimiento de la mano, ¡vieras qué lujo mostraba al hacer el ritmo de la zamba! Yo estaba apasionado con eso y quería imitarlo. Él me enseñó a afinar. Llevé mi guitarra a su casa -Joaquín Geréz se llamaba, ya murió- y me la afinó en base a la suya. ¿Porqué Joaquín podía afinar así?: es que cerca de su casa vivía un señor, Nicolás Parrado, que tocaba el saxo en la Banda Sinfónica de la Provincia; él le daba el sonido de “La” y le enseñó a afinar, claro, aquél sabía música. ¡Yo, ni enterado que vivía un Nicolás Parrado en Famaillá, ni un Joaquín Geréz que rasgaba tan lindo! Cuando logro conectarme con ellos, mi guitarra vivía afinada. Este chango me empieza a mostrar zambas que él cantaba. No lo hacía bien, tenía una voz rara, no atractiva, pero me transmitió las canciones que sabía; a veces tocábamos y cantábamos a dúo.
Pasó el tiempo. Empecé a actuar en la escuela secundaria y ahí descubro que en los cuadros de Nueva Baviera había un muchacho mucho mayor que yo, su papá, obrero del ingenio, lo mandaba a estudiar guitarra en la Escuela de Música de la Provincia, porque quería que su hijo sea músico clásico. Esteban Carrizo se llamaba, era hijo del contrabajista Alfredo Carrizo, a quien, con el tiempo, yo le dediqué un poema; voy, llamo a la puerta del “Negro Barsa” -así lo apodaban a este chango- y le digo: mire, yo he comprado una guitarra y quiero saber si usted me puede enseñar algunas cosas, a lo que me contesta: mirá, yo no te puedo enseñar nada, porque primero tendrías que aprender a leer música. Pero a pesar de su negativa le muestro lo que sabía -cuatro o cinco acordes, nada más-. Entonces él me explicó: si vos levantás este dedo, bueno... ese acorde es un dominante, un acorde en séptima.... Me empezó hablar de cosas que en ese momento no entendía y que fui a comprender mucho después.
Mientras ocurría esto, me junté con amigos a los que les gustaba hacer percusión y con ellos armé diversos grupos folklóricos. Mi propuesta era que interpretáramos canciones de Castilla y Leguizamón, Dávalos y Falú, a la par de autores tucumanos como Valladares y Lucho Díaz o Padula. Así fueron mis inicios, no estaba en condiciones de escribir ni componer nada propio. Yo hice mis primeros renglones en serio, a los treinta y ocho años.
¿Cómo se conecta esta primera etapa de cantor con el poeta?
Esta primera etapa con el poeta guarda una distancia tan grande, que me la imagino como desde la tierra al cielo. Como te dije hace un rato, en mi adolescencia sólo me sentía atraído por la poesía de los ya reconocidos autores. Es decir sencillamente que no tenía ni herramientas intelectuales ni vivencias que me sirvieran para elaborar poesía. El único mundo que conocía era mi acotada aldea azucarera.
Estoy seguro de que mi bagaje de experiencias y memoria comienzan con mi destierro, aunque cuando aquello ocurrió ya me había adentrado en la lectura de muchos autores: Ricardo Rojas, José Hernández, Rafael Obligado, Leopoldo Lugones y muchos más que por entonces eran los clásicos.
Te cuento porqué uso la palabra destierro:
Cuando cierra el ingenio Nueva Baviera, junto a otras diez fábricas, durante el gobierno militar de Onganía, en el año 1966, mi padre tuvo que vender su farmacia para completar los aportes de su jubilación. El cese de actividad lo dejó en la ruina, nadie cobró indemnización alguna, ergo, nadie pagó sus deudas. El trámite de su retiro tardó tres años, en esa época la jubilación llegaba cuando se le daba la gana al gobierno. Yo tenía un hermano que a los catorce años quiso rodar tierras y ya se había ido de casa. Tiempo después de ese cierre fabril mi padre me dijo: hijo, este es el último plato de comida que te puedo dar, en esta casa no hay un peso más, claro, hacía más de un año que esperaba la jubilación y no llegaba. Entonces mi vieja, a plata de hoy, me debe haber dado quince pesos; en un bolso chiquito puse un pantalón, una camisa, un calzoncillo, mi cédula de identidad y con la guitarra bajo el brazo y mis 16 años, me fui del hogar. Hice dedo en la Ruta 38 desde donde alguien me acercó a la zona de “El Bajo”, en San Miguel de Tucumán, en cercanías de la antigua terminal de ómnibus.
Preocupado porque me veía a la intemperie, me llegué a uno de los viejos hoteluchos que había en la avenida Sáenz Peña, hablé con un hombre que regenteaba uno de estos hospedajes y le conté lo que me pasaba. Me dijo: mirá, por esa guita no te puedo dar un lugar; en la terraza hay una pieza donde guardamos los cajones de cerveza vacíos, si te animas a quedarte ahí... . Subí con él y vi un colchón arrollado que se mostraba muy usado, cajones de madera, envases de cerveza... y un camastro. Le dí los quince pesos y pregunté: ¿puedo dejar mi bolsito aquí?, respondió con un sí, entonces tomé mi guitarra y le averigüé: ¿cómo llego al centro, a la plaza principal?, a lo que respondió, señalándome con sus brazos: mirá, podés ir por “la 24 -de Septiembre-” o “la Crisóstomo” (Álvarez), siempre hacia arriba, y yo tomé por “la Crisóstomo”. Empecé a caminar y pocas cuadras más adelante vi un cartel que decía “La Peña de Orlando Galante”; entonces pensé: yo puedo cantar en este lugar, capaz que me pagan unos pesos; me arrimé a la puerta vidriada y al verme un muchacho que estaba haciendo la limpieza de los pisos, me preguntó a través del vidrio: ¿qué necesitás? a lo que le respondí: mirá, quiero hablar con el dueño;y él me contestó: no, esta noche, como a eso de las nueve lo vas a encontrar, ahora no hay nadie. Claro, eran pasadas las tres de la tarde. Continué caminando, respetando las instrucciones del chango del hospedaje y llegué a la plaza Independencia, me senté en un banco y no me moví hasta las nueve de la noche para no perderme; Tucumán para mí era un laberinto indescifrable ya que en aquel ingenio donde me crié, tenía todo a mano, todo, proveeduría, escuela, hospital..., por eso los jóvenes no conocíamos la ciudad. A las nueve de la noche regresé a la peña, me atiende un mozo de impecable chaqueta al que le dije: quiero hablar con el dueño, me contestó señalándome hacia una mesa: ese hombre que está de espalda, con poncho, ese es el dueño. Estaba solo, como revisando unos papeles, haciendo números; giré, me le puse de frente y lo saludé; el tipo no levantó ni la cabeza, yo me quedé parado ahí y me dije: ya me va a contestar -la gente del campo como yo, está acostumbrada a saludar y que le respondan-. Al rato levantó la vista, con esa mirada dura que tenía el que después supe que era Orlando el “Negro” Galante -porque era un indio duro cuando te miraba- y me preguntó: ¿qué buscás?... le explico mi situación y le digo: quiero saber si puedo cantar para ganarme unas monedas, estoy en la calle; con voz de trueno me contestó: esperá un momento, y llamó de un grito: ¡Isidro!. Y apareció Isidro, un hombre rubio, alto, de poco pelo, ojos claros, camisa blanca, corbata impecable. Se trataba de Isidro Ginés, gerente de una petrolera y cantor que actuaba en la peña para darse el gusto. Galante le dice: Mirá, este chango quiere cantar aquí, llevalo a los vestuarios y probalo; lo seguí a Isidro hasta el fondo, donde me pidió que cantara algo; saqué mi guitarra de la fundita plástica, canté un trozo de zamba y me dijo: cantate otra, canté otra y luego otra más, bueno, bueno, ya está, vení conmigo, murmuró. Regresamos al salón y dirigiéndose al “Negro” Isidro dijo: canta lindo el chango y Galante aprobó con un te quedás.
Regresé al vestuario y ahí me quedé. Como a las diez y media de esa noche empezaron a llegar los cantores estables de la peña, Dardo Villa “El Silbador”, salteño, hoy escribano en su provincia, artista que no cantaba, sólo silbaba canciones; Adolfo Nicolaus, salteño, por entonces estudiante de Ciencias Económicas y el mimado del “Negro” Galante; Miguel del Solar, santiagueño que cantaba muy lindo con una voz ronca y otros. Isidro me fue presentando a medida que ingresaban y les comentaba: este chango llegó del interior de la provincia a cantar en la peña. Recuerdo que el mejor consejo que me dieron mis compañeros esa noche fue: cuando te llamen a comer, comé todo, porque si comés bien, como te vas a acostar a la madrugada, mañana dormís hasta el mediodía y te ahorrás el desayuno. Tenían razón, me sirvieron una picana tapada de papas y dos huevos fritos, una gaseosa chica y pan… ¡ni el pan he dejado!
Se hicieron como las tres y media de la mañana, había cantado ante un público que me recibió bien, y me dije: ya no tengo qué hacer acá, debo irme; enfundé mi guitarra y salí al salón por el pasillo; el “Negro” Galante estaba sentado, con todos sus amigos, frente a una mesa donde había champagne, whisky, vino y abundante comida, ya que “Galante” era un anfitrión muy generoso. Al verme, me preguntó: ¿te vas?, a lo que respondí: sí… si puedo retirarme, entonces metió la mano en su bombacha de gaucho, sacó un fajo de billetes y me pagó, a plata de hoy, más o menos doscientos pesos, ¡imaginate!, yo había venido con quince. A la vez me dijo: ¿a dónde vas ahora?… voy a volver al hospedaje, le contesté; él, con determinación, decidió: no, te doy para el taxi, retirá el bolso que dejaste en El Bajo y te vas al hotel “La Vasca”, en la calle Mendoza al 300, deciles que yo te mando y que facturen la habitación a mi nombre. Busqué el bolso -el chango del hospedaje no entendía nada-. Estuve dos años alojado en ese hotel, sin costo para mí y trabajando todas las noches en la peña de Orlando Galante.
Pasado un tiempo conocí a un cantor, Alfredo de la Cruz, e hicimos un dúo que tuvo mucha repercusión, a tal punto que fuimos contratados como artistas por la que era entonces la Dirección de Turismo de la Provincia, para representar a Tucumán en todos los festivales del país. Trabajábamos constantemente, éramos el dúo “De la Cruz - Soria”, yo habré tenido 19 años; con nosotros viajaba María Luisa Zamora, la arpista de Tafí Viejo y un ballet de danzas folklóricas. Recorríamos el país en un ómnibus “doble camello”, nos sentíamos solos entre tantos asientos vacíos, me acuerdo que agarrábamos las cuestas, yendo a Santa María, por ejemplo, y cuando giraba, quedaba toda la trompa del ómnibus en los precipicios.
En ese tiempo sale a remate el sanatorio “Olmos y Cossio”, que estaba en la calle Balcarce primera cuadra. Lo compró una empresaria tucumana para que su hijo lo alquilara como pensión a bajo precio y nos entregaba las habitaciones amobladas. Con Alfredo arrendamos allí un par de piezas. Yo elegí lo que había sido la enfermería. Compartimos ese tiempo con otros inquilinos apegados al arte y a la cultura, tales como Alberto Rojas Paz, periodista y poeta; Donato Grima, pintor; Bernardo Kehoe, bohemio y pintor; Ernesto Dumit, también pintor, quien iba a visitar allí a un amigo artesano de nombre Miguel, que era otro residente. Este tal Miguel había alquilado lo que fue la capilla del sanatorio cerrado. Recuerdo que sobre una enorme cruz que había quedado en el interior del templo, este personaje exhibía un afiche con la figura de Jimy Hendrix pulsando su nacarada guitarra y en la urna donde tiempo atrás se guardaba el cáliz, colocó su mate, un termo y un botellón de cerámica que contenía ginebra. Él trabajaba a la sombra de un enorme árbol, en el patio central del edificio y sobre una mesita baja mostraba sus artesanías, todo esto bajo el efluvio de su música preferida, el rock pesado que escuchaba desde su grabador a cassette.
Debo decirte que hasta hoy estoy gratamente sorprendido de que en aquel ámbito de puertas abiertas, al que bautizamos “Katmandú”, sitio que era visitado por estudiantes y jóvenes de diversos estratos sociales, convivieran en plena armonía, la música folklórica, el rock, el silencioso arte de los pintores y encontraran allí un clima propicio quienes buscaban gozar de una buena lectura. O sea que se trataba de una comunidad bohemia pacifista. Casi concluía la década de 1960.
Te cuento que ni los ensayos ni los compromisos artísticos del dúo nos impedían el desarrollar una vida privada y personal. Es decir, el juntarnos por separado con amigos por ejemplo, en el bar “El Buen Gusto”, compartir mesas de truqueadas o tener una novia.
Cierta vez, visitando la Escuela de Música de la Provincia, conocí a una estudiante de flauta dulce y violonchelo. Era una alemana de pelo de oro, blonda y amorosamente cálida desde la voz hasta el trato. Con ella hicimos la experiencia de vivir en Tafí del Valle donde sus padres, vueltos a Alemania, habían dejado una rústica casa que fuimos a habitar.
Aquellas vivencias, cargadas de música, lectura y demás, estaban matizadas con largas cabalgatas que nos llevaban a distintos sitios de ese enorme valle y otras travesías a mayor distancia. Fueron años en los que, la idiosincrasia, la cultura y la palabra cerreña, me sensibilizaron y sin darme cuenta, se incorporó a mi espíritu un compromiso poético inclinado hacia los asuntos del hombre tucumano y su paisaje.
Como historias de aquella etapa vivida en los valles, extraigo una experiencia que aunque triste, me mostró una realidad tapada por casi todos los seres humanos:
Una mañana de primavera, cuando el sol vallisto ya encendía sus chamizas, desmonté de mi caballo, el “León”, frente a una proveeduría que creo que ya no existe. Ingresé con el propósito de comprar unos víveres y pude observar que a mi lado, frente al mostrador, hacía sus compras un hombre que tapaba casi la totalidad de su rostro con raído poncho y cubría su cabeza con un viejo sombrero de alas anchas, de esos a los que les dicen “ala 11”. Me llamó la atención tanto abrigo en una mañana que ya comenzaría a templarse.
Al retirarse este extraño personaje le comenté al almacenero de mi extrañeza, por lo cargado del atuendo que vestía. Entonces el bolichero me explicó que aquel hombre que cubría exageradamente su humanidad, era un leproso que solía bajar una vez por quincena a hacerse de provisiones y subía raudamente, en su mula, al pueblo de leprosos donde habitaba junto a otras personas que padecían el mismo mal.
A mí me picó la curiosidad por conocer aquél sitio y con lujo de detalles, le pedí que me indicara cómo llegar allá. El hecho es que un par de días después, acompañado por “La alemana”, comencé a trepar a caballo los cerros que se alzan al oeste del paraje llamado “La Quebradita”. Fue un viaje difícil -ya me lo había anticipado el almacenero-, transitando por angostas cornisas y peñas de piedras flojas que se desbarrancaban hacia abismos casi sin fin. La travesía fue de aproximadamente un día y medio. Rodeamos dos cumbres y se abrió a nuestros ojos algo parecido a una calle a cuyos costados se dejaban ver unos cuantos ranchos. A medida que nos acercábamos, vimos que algunas personas se escondían de nosotros ocultándose en aquellas míseras y obscuras chozas. Estaba claro que evitaban ser vistos. Ante esta reacción decidimos retirarnos, regresando sobre nuestros pasos.
Pero hubo otros viajes felices, como aquellos que realizábamos en épocas de cosechas de frutas, siempre bien montados y en esas ocasiones llevando a tiro un animal carguero, en cuyos flancos transportaba sendos noques de cuero crudos repletos de manzanas y duraznos, con rumbo a la casa de mis padres en Nueva Baviera, largo itinerario que hacíamos buscando los senderos del cerro “Mala Mala”, huellas que nos depositaban en las cercanías del ingenio Santa Lucía. Allí, aprovechando la hospitalidad de los lugareños, gozábamos de una sopa caliente y un cobertizo donde extendíamos nuestros ponchos y, como hacían los “gauchos trashumantes”, usábamos la montura como almohada.
Y ya que me acordé de aquel animal carguero que nos fue tan útil en los viajes llevando frutas, voy a contarte de su triste final. “El Mula”, así lo llamábamos por su rudeza al andar, en los inviernos cuando el pasto del valle escaseaba, pastaba junto al “León” en las tierras altas de la estancia, propiedad de una reconocida familia tucumana. Cierto día, cuando aún no habían cesado las nevadas, escuchamos que en la puerta del parque de la casa, alguien golpeaba las manos. Cubierto con mi poncho puyo fui a atenderlo, y se produjo el siguiente diálogo: “¿esta es la casa de los alemanes?, sí, le respondí. Y entregándome algo envuelto en papel de diario, me dijo: “esto le mandan de la estancia de arriba”…Giró sobre sus talones y desapareció loma abajo. Intrigado por saber que contenía el envoltorio, ingresé a la casa y al desenvolver el paquete me sorprendió el ver dos orejas y la cola de un caballo. Al mostrarle a “La alemana” estos restos, ella lanzó una exclamación y me dijo: “son de El Mula”, ahí me enteré que cuando un animal muere accidentalmente por la causa que fuera, los lugareños, para que el dueño no piense de que el animal fue robado, cortan cola y orejas y se las entregan al propietario. “El Mula” se había desbarrancado.
Al contar estos recuerdos, quiero dejarte la pauta de que mi poesía aún por venir, está impregnada de “tucumanidad” y de hechos veraces que fui guardando en mi memoria. Quedan para otra charla, el hablarte de la “Madre de copleras”, amaicheña por encanto, patrona en las pascanas del carnaval, que se llamó Melchora Ávalos, mujer que me supo cobijar en su seno desde los inicios de mi adolescencia; o también de los barrosos derrumbes que asustaron a mi joven corazón en las andanzas cumbreñas; y si bajo al monterizo Cercado, nada me costará hablarte de las sutiles manos de muchas randeras que enjoyaron altares; y también quedará para otra charla el contarte las peripecias de doña Gregoria de Soria, cuando se llenó el dique Frontal de Termas de Río Hondo y bajo sus aguas quedaron sepultados, su humilde rancho, sus algarrobos y sus cabrillas.
Retomo lo que te venía narrando sobre mis tareas artísticas:
Como seguíamos representando a Tucumán, en los festivales del país, la Dirección de Turismo nos envió a participar de una apertura de temporada en Mar del Plata. Partimos en el “doble camello”, participamos de los festejos junto a artistas de varias provincias y es allí donde le sugiero a Alfredo de la Cruz que nos radiquemos en Buenos Aires a probar suerte con nuestro dúo. Él no aceptó y yo decidí quedarme en la gran urbe para hacer un camino solista. Ya establecido en la Capital Federal, con el dinero que llevaba en el bolsillo compré algunos libros que me interesaban leer. El rincón elegido para concentrarme en la lectura era la Plaza Francia, sitio por entonces bastante silencioso y muy concurrido por jóvenes que los fines de semanas usaban el paseo para sus distracciones. Una siesta de domingo en el que yo estaba imbuido en las páginas de “El ratón”, aquel libro del salteño Antonio “Antuco” Nella Castro, que en esos años estaba prohibido (lo encontré en una librería de viejos), se sentaron a mi lado, ocupando parte del largo banco de la plaza, tres muchachas que sin mediar saludos me preguntaron: ¿qué estás leyendo?, las miré sorprendido y les respondí. Seguramente el título les llamó la atención y mostrando interés por conocer la trama me pidieron que les cuente de qué se trataba. Lo hice con tal lujo de detalles que a una de ellas, entusiasmada, se le ocurrió la idea de que todos los domingos, a la siesta, yo asistiera a la plaza a contarles el contenido del libro que prefiriera y se comprometieron a sumar a sus amigos a esta propuesta que acababa de surgir. Mientras hablaban entre ellas del plan pergeñado, se convencían de que eso resultaría muy provechoso pues se harían de argumentos literarios para sobresalir en sus reuniones sociales ya que, aseguraban, el no disponer de tiempo para leer. El acuerdo consistía en que mis narraciones serían remuneradas a voluntad por cada uno de ellos. De este modo, domingo a domingo, ante ese público respetuoso desgrané textos como: la vida de Maximillen de Robespierre; “Las cartas de Rosa de Luxemburgo” a su marido preso; La lucha de Dolores Ibárruri, “La pasionaria”, en la guerra civil española; “Alguien voló sobre el nido de Cuzco”, libro llevado al cine con el nombre de “Atrapado sin salida” y muchos otros. No te imaginás las buenas recaudaciones que lograba en base a esas charlas; claro, con el tiempo me puse a pensar si aquellas temáticas, seguramente enfrentadas a las ideologías de Barrio Norte, de donde provenían todos mis oyentes, eran las más interesantes para ellos.
Mientras tanto, mi proyecto artístico seguía adelante y en el hermetismo casi blindado de la gran ciudad desandé muchos años con mis sueños a cuestas. Todo parecía haber cambiado cuando me relacioné con “Editorial Korn”. Allí conocí a Paul Phillipe Elrich, gerente de esa empresa; era un chango muy activo, muy despierto. Nos hicimos amigos. Un buen día me dijo: Néstor, quiero que grabes algo, yo te voy a pagar la sala. A la grabación la hice en los estudios “TNT”, la sala más costosa de Argentina de aquella época. Por entonces ya estaba conectado con varios músicos, entre ellos con Julio Alanís, un tucumano monterizo, guitarrista de buen toque. Él me acompañó en aquella grabación.
Mi música era testimonial, las canciones que interpretaba tenían un viso social, pero surgió la autoritaria censura del famoso Tato[i] y ese trabajo tuvo que desaparecer antes de difundirse. Recordá que ya estábamos en plena dictadura. Aun así Paul mandó un promotor de “Korn” para venderme en la temporada de Mar del Plata. Esa gestión tuvo éxito, pero la alegría que traía el vendedor por lo conseguido duró poco, no lo convenció a Paul. Había en Mar del Plata un teatro que se llamaba “Enterprise” y en esa temporada actuaría Roberto Goyeneche y Ruth Durante, ambos cantores de tangos. Ante tamaña cartelera Paul me dice: te han vendido para ese espectáculo, vas a ganar muy bien, pero cuando salga a escena “El Polaco” y ponga la de él, y venga la Ruth Durante con su exuberancia, ¡de vos no se va a acordar nadie!, entonces, prefiero que empecés a volar pero que lo hagas desde lo bajito, no tenés porqué ser éxito... mantenete ahí, así no te golpeará nadie. Tenía razón, no fui.
Otra relación que hice en la capital fue con José Larralde con quien trenzamos una amistad franca. Pasamos tardes enteras de charlas culturales muy ricas, acompañadas del infaltable mate con ginebra, en las oficinas de “Producciones Pampa”, su emprendimiento artístico. Todas las siestas nos juntábamos allí, José, su hermano Hugo -representante- y Roberto Disantis -socio de Hugo-. En esa época ya había regresado Perón a la Argentina; me acuerdo de una tarde en que sonó el teléfono y atendió Hugo; dijo (dirigiéndose a José): ... es de Olivos, parecen que están en una sobremesa y quieren que vayas a cantar… a lo que José respondió: deciles que “ni en pedo”, tapando el tubo del teléfono y mirando afligido a su hermano, Hugo adujo: no les puedo decir eso, les diré lo mismo pero con otras palabras ..., y José con firmeza le reitera: ¡te he dicho que le digas que “ni en pedo”!.
Con José y Hugo Larralde viajamos juntos por diversos lugares. Cuando él actuaba me reservaba una platea en la primera fila.
Pasó el tiempo y la Capital me cansó. Además ya se estaba pudriendo todo, aparece la “Triple A”, las persecuciones, los atentados. Corría 1975. Entonces decido regresar a Tucumán.
Pero Buenos Aires reservaba algo más para mí. Fue un episodio de gran repercusión en lo personal. Para hablarte de esto debo comentarte que durante muchos años viajé por esa provincia y en cada localidad me hice de amigos que estaban relacionados con el arte y las culturas regionales. Uno de esos pueblos fue San Pedro, ciudad bañada en sus costas por el indómito río Paraná, cuna de cantores con tonalidades guaraníticas, de habitantes amables y hospitalarios. Y es precisamente ahí donde una noche de emotiva despedida que me brindaban los amigos lugareños, quizás lamentando mi regreso definitivo al norte, que conocí a quien cuatro días después iba a ser por 20 años mi esposa. O sea que a esa joven, llamada cual barcaza de ese río, Stella Maris, me la presentaron un domingo y me casé el jueves siguiente. Entonces fuimos dos pisando tierra tucumana. Pero te cuento los pormenores de lo que desembocó en casorio:
Cuando me estoy volviendo, un amigo de San Pedro, “Piqui” Barbieri, me descubre comprando el pasaje en la estación de trenes de Retiro y con insistencia me invita a su pueblo para organizar mi despedida, argumentando que no podía regresar sin darle un abrazo a todo el grupo. Como el tren que venía a Tucumán paraba ahí, no necesitaba volver a la capital para tomarlo. Tenía boleto para el jueves, esto era un lunes, al tren no lo vi nunca (risas).
Al llegar a San Pedro me prendí a un asado con guitarreada ¡y fui a aflojar recién el día domingo! cuando, vencido por el cansancio, me acosté para levantarme a las doce de la noche; cambié mi ropa y salí desesperado por algo fresco. Caminando por el centro del pueblo, vi una especie de túnel poco iluminado a cuyo fondo se escuchaba música bailable. Era un local de los llamados, por entonces, “wiskería”. Luego me enteré que el propietario era el famoso conductor de televisión Fernando Bravo, pues ese lugar se llamaba “El boliche de Bravo”. Sigo. Ingresé atraído por la música, me acerqué a una barra débilmente iluminada y el que atendía me preguntó: ¿qué te sirvo?; dame una gaseosa fresca, contesto. En el lugar había un chango sentado de espaldas a mí y una chica frente a él; al reconocer el tono de mi voz, gira la cabeza y me dice: ¡tucumano, te has levantado! -era Horacio “El Mono” Morales, uno de los amigos que estuvo en el asado-, quien con una sonrisa y entusiasmado me propone: ¡vamos a hacer otro asado!..., y tras cartón: che, te presento a una amiga, señalando a la joven con la que él conversaba. Al principio me negué a sumarme a la propuesta, pero como dicen “la carne es débil”, terminé aceptando. Luego de rejuntar a toda la barra, que ya andaba dispersa por el pueblo, digo: “Beto” Gómez; Rubén Maceroni; Rubén Morales y sus respectivas novias, llegamos a una casa enclavada en la costa del Paraná, vivienda de uno de ellos, del querido Raúl Caselles, y me dije: ¡asado y guitarra de nuevo!
La amiga que me presentó “El Mono” en el boliche, se sentó a mi lado y aproveché para preguntarle su nombre: Stella Maris, respondió; yo soy Néstor, le digo; ella con naturalidad me contesta:sí, te conozco, vos sos “El Poli”; para continuar la charla le pregunto: ¿Qué hacés?; estudio abogacía en la capital, resido en un internado de monjas, responde. Embalado por unas copas ya ingeridas, se me ocurre preguntarle: ¿te puedo ir a visitar?; sí, me contesta... ¡Si me vieras al día siguiente viajando en tren otra vez a la capital, y dejando todos mis bártulos, valijas y guitarra, en San Pedro! Era ilógico lo mío.
A las seis de la tarde salgo de la facultad, me había dicho; llego al internado a las seis y diez, toco el timbre, me atiende una monja por una mirilla y le digo: busco a una chica que se llama…, y se me produjo una laguna, ¡me había olvidado el nombre!... molesta con mi mutis, la religiosa se dispuso a cerrar la mirilla…y yo le rogué: espere, espere, tiene nombre de barco y es de San Pedro; ah, Stella Maris, ya la llamo, me contesta con una sonrisa.
El encuentro duró cinco minutos, casi largo un “badajo” cuando la monja, a viva voz dijo: ¡Stella, adentroooo!; en ese momento me embargó una sensación de “definitiva separación”, sentía que flotaba en el aire un adiós para siempre. Quiero verte de nuevo, le dije; ella, quizás percibiendo lo mismo que yo, me responde: nos veamos mañana a las seis... Las 24 horas siguientes, vagué por un Buenos Aires que ya no me pertenecía, pues lo había abandonado el día que saqué aquel pasaje en la estación Retiro. Al día siguiente, cuando nos volvimos a encontrar le digo: ya no nos veremos, me tengo que ir, salvo que hagamos una cosa: nos casemos; ella emocionada me miró y casi en un susurro me dijo: bueno. Esto fue un martes a la tarde del octubre de 1975; viajamos a San Pedro a pedir la autorización de sus padres y al día siguiente, jueves, estaba casado. Ella tenía 18 años y yo 28. De nuestra unión descienden mis hijos Santiago e Ignacio.
Tucumán y la “fundación” del poeta
Al regresar a Tucumán mi vida sufrió algunos cambios. Tuve que empeñarme en sostener un hogar con total austeridad ya que en mi bolsillo tenía más pelusas que plata. Obligado por la mishiadura recalé en la casa de mis viejos que seguían viviendo en Nueva Baviera. Apelé a mis conocimientos de carpintería, fui vendedor ambulante de muebles y artefactos del hogar, maestro de guitarra a domicilio –y de entre aquellos alumnos rescato a Oscar “El Pingüino” Barrionuevo- y varias actividades más que nos permitían, a mi mujer y a mí, sobrevivir. La solución a mi apretada economía llegó cuando Raúl “El Oso” Sánchez, un amigo de mis jóvenes años, me propuso integrarme al equipo de topografía de Obras Públicas Municipales de la ciudad de Tucumán, capacitación que yo había adquirido antes de partir a Buenos Aires. Ese cargo me dio la posibilidad de radicarme en San Miguel, junto a mi mujer y mis dos hijos, Santiago e Ignacio.
Con el paso del tiempo, digo, algunos años, conozco a varios artistas tucumanos tales como Rubén Cruz, que hacía dúo con Raúl “El Mono” Villafañe; “Lelo” Gonzáles, muy buen cantor; Alejandro Carrizo, poeta jujeño que estaba radicado aquí. Aquellas juntadas por lo general en la peña “El Cardón”, dieron lugar al nacimiento de lo que llamamos “Grupo Arraigo”, movimiento que buscaba el sostén de la música folklórica argentina y principalmente la tucumana. A este proyecto se sumaron el conjunto “Los Pregoneros”; “Trova Norte”; Tomás González; Blas García; Luis “Lucho” Hoyos; los actores Elba Naigeboren, “Rolo” Andrada y Carlos Alsina, más los poetas Mario Casacci y Roberto Reinoso, entre otros.
Con el paso del tiempo, digo, algunos años, conozco a varios artistas tucumanos tales como Rubén Cruz, que hacía dúo con Raúl “El Mono” Villafañe; “Lelo” Gonzáles, muy buen cantor; Alejandro Carrizo, poeta jujeño que estaba radicado aquí. Aquellas juntadas por lo general en la peña “El Cardón”, dieron lugar al nacimiento de lo que llamamos “Grupo Arraigo”, movimiento que buscaba el sostén de la música folklórica argentina y principalmente la tucumana. A este proyecto se sumaron el conjunto “Los Pregoneros”; “Trova Norte”; Tomás González; Blas García; Luis “Lucho” Hoyos; los actores Elba Naigeboren, “Rolo” Andrada y Carlos Alsina, más los poetas Mario Casacci y Roberto Reinoso, entre otros.
¿En 'Arraigo' seguía como cantor o participaba como poeta?
Seguía como cantor. Con 'Septiembre Musical de 1985' y otras experiencias nos fueron útiles, a cada uno, para continuar con la formación artística que hoy tenemos.
En lo referente a la poesía yo venía elaborando algunos escritos pero no colmaban mis expectativas. En lo íntimo sabía que a esos versos les faltaba sustento. Con decirte que remé hasta los 38 años para que un poema me agrade y esa obra estuvo dedicada a mi abuela paterna, a doña Vital Pedraza.
Mientras tanto se me dio la ocasión de conocer a don Rolando “Chivo” Valladares... y ese trabajo tuvo muy buen destino musical. La cosa fue así: conforme con lo conseguido en esos versos a doña Vital, se los llevé al “Chivo” para preguntarle qué opinaba. Lo leyó y me dijo: yo le quiero poner música a esto, ¿me permite?... Desde que lo conocí al “Chivo” y hasta que pude entregarle este poema, habían pasado dos o tres años. Dos o tres años donde yo iba a su casa, prendía el fuego, hacía el asado y le servía vino a él y a todos sus músicos amigos; me quedaba parado al costado de la rueda, escuchando las charlas. Era mi modo de respetar la presencia de esos creadores. Cuando el “Chivo” compone “A Vital Pedraza”, recién me sentí autorizado a sumarme a la mesa de ellos. Fue pasando el tiempo y con don Rolando Valladares hicimos otros temas, “El Liguero”, “Zamba del Baviera”, “Canción para Pancho”, “Hugo Honorio Molina”. O sea que ese primer poema me mostró el ABC de lo que venía buscando.
Luego de esas experiencias me uní a Luis “Pato” Gentilini para crear “La Calladita”, la zamba “Si no te vuelvo ver”, “Gato para el Nene”, “La secana”, “Danza de las tinajas”, “Guitarra perdida”…
En paralelo compuse las melodías de las zambas “Jujuy mujer” y “Lavandera chaguanca”, la vidala “La Mina” - una canción en recordación del poeta salteño Manuel José Castilla-, la zamba “Flor de piedra”-en homenaje a la escultora Dolores “Lola” Mora- , todas ellas con poemas de Alejandro “Coyuyo” Carrizo.
Quizá el desamparo que sufrió Rubén Cruz en 1985, por la desaparición física del autor y compositor Osvaldo “Chichí” Costello, vate con el que expresaba su arte musical, lo llevó a husmear en mi arcón lírico, que ya era abundante, buscando una continuidad para sus composiciones. Esa especie de compadrazgo entre nosotros fue muy fructífero y dio lugar a que, tanto su trabajo como el mío se amalgamaran hasta llegar a cubrir un gran porcentaje de nuestras obras folklóricas. Es jubiloso el decir que muchos de los trabajos logrados con Rubén son, hasta en la actualidad, parte del cancionero folklórico argentino. Por nombrar algunos, digo: “Canto de los oficios” -obra integral que consta de doce temas compuestos con distintos ritmos-, “Don Comegente”, “Comadre Dora”, “Luis el indio”, “Exilio Chaguanco”, “Vidala sola”, “Carta a Tucumán”, “Ramón carpintero”, “Semillita de cardón”, “El inspirao”, “Huayno diablero”, “Vidala del arribeño”, “Este Chivo Valladares”, “Romance del Herrero”, “El tonto Lito”…y muchos más. O sea, que desde el contacto con el Chivo Valladares, ya no dejé de escribir.
Usted mencionó que entre sus lecturas iniciales estaban “La Biblia” y el cancionero de Juan Alfonso Carrizo. ¿Qué libros considera que influenciaron su formación como poeta?
Para responderte lo separaré al tema en dos partes. La primera está referida a la riqueza idiomática y gramatical que me dieron aquellas lecturas de temáticas universales, de las que te hablé en pasajes anteriores, herramientas que considero ineludibles para lograr una correcta escritura. La segunda, ya con referencia a la creación poética, está basada en la lectura de numerosos autores norteños, aquellos que me exigieron ahondar en hechos, costumbres y terminologías de lenguas originarias tan presentes en nuestra habla diaria. Para reafirmar lo último dicho, nombro a: Juan Carlos Dávalos, su hijo Jaime, Yupanqui, diccionarios de Domingo Bravo, Manuel Castilla, Elvio Ávila, Nicandro Pereyra, Raúl Galán, Lucho Díaz, Manuel Aldonate, José Augusto Moreno, Ariel Ferraro; todos estos sin desatender los textos de Almafuerte, Antonio y Manuel Machado, García Lorca, Miguel Hernández, Leopoldo Lugones, Rafael Obligado, Tejada Gómez, Jorge Luis Borges, Bustriazo Ortíz, Aledo Meloni, Elvio Romero –poeta paraguayo que me visitaba siempre, aquí, en Tucumán-, Lima Quintana, Violeta Parra… ¡y tantos otros!
Gran parte de su poesía, Néstor, se asienta en Tucumán. Teniendo en cuenta la identidad tucumana, ¿qué elementos considera tópicos ineludibles de dicha identidad?
Nada de lo que escribo es imaginado; fui partícipe, testigo o cronista directo de todo lo que leés en mi poesía, a eso lo decidí desde mis primeros intentos; es tanto lo que conservo en mi memoria que sería un desperdicio no recurrir a ella.
Mis vivencias comienzan con la amarga experiencia que fue el cierre de los ingenios; en ese drama estuvieron involucrados de manera directa mis padres, mis vecinos y sus hijos, los obreros temporarios, las siempre explotadas familias de peladores y fleteros, afectó a los servicios que nos protegían -sanidad-, a los que nos proveían alimentos –almacenes de ramos generales-, a la educación –cerraron la escuela-, nos quedamos sin energía eléctrica –la proveía el propio ingenio- y padecimos el suceso más grave: el no tener dinero ni para lo más urgente. Mirá cuánto tema tenía para volcar en mi primer libro: “Este paisaje es mío” . Y así lo hice. Ese material, que consiguió dos ediciones realizadas por editorial “Último Reino”, se convirtió en libro de lectura en varias escuelas de la zona de Famaillá, por que los docentes valoraron su contenido testimonial.
Luego, cuando eché a andar con mi guitarra, ya “conchabado” en la peña de Galante, me interné, primero por los pueblos arribeños y abajeños de Tucumán, pues quería conocerlos de “cabo a rabo”; después, ya “envalentonao”, cargaba un bolsito, hacía dedo y me iba bien adentro de Jujuy, desde allá comenzaba a bajar localidad por localidad; llegaba a Salta entrando por Vaqueros, visitaba lugares y seguía hablando con la gente; si me acorralaba la noche dormía en las plazas o si los curas me permitían pernoctaba en los templos -a veces me corrían-; más de una vez les pedí permiso, para echar un sueño, a los choferes de esos ómnibus que se detienen en las calles pueblerinas y entran en servicio al amanecer; en esas andanzas participé de fiestas de casamientos de gente que no conocía, ahí me enteraba de asuntos de la región y comía “de lo lindo”. Fue por entonces que aprendí cómo se llaman los arreos que atavían a un caballo, o que los lazos trenzados son más resistentes si entre los cueros crudos que lo conforman se tercia uno de guanaco; bebí el espumoso néctar de la chicha muqueada; toqué la costra de los urundeles; mojé mis plantas en el tafinisto río “El blanquito”… Otro costado de este aprendizaje que me despertó curiosidad fue el de las palabras de lenguas originarias; con sorpresa y algo de desconcierto escuchaba a los sabios paisanos cuando trataban de explicarme, en Tartagal por ejemplo, que algunas toponimias locales -por entonces no conocía esta palabra- provenían de lenguas tupí-guaraní, sin ir más lejos, la localidad de Yariguarendá -límite con Bolivia-, un paraje por donde pasé y fui recibido por don Luis, cacique indio al que con Rubén Cruz, años después, le compusimos una vidala majana.
No sé qué fuerza me habrá brujeado para empujarme a caminar, solita mi alma, por los callejones y aldeas de este hermoso Norte Argentino. Pero esta trashumancia en juventud me inspira en todo lo que escribo, en lo que compongo y aunque algunos, con el ánimo de desmerecer, dicen que lo mío está ligado a un pasado muerto, yo los alerto diciéndoles ¡guay del que quiera andar desconociendo el pasado!… y no el propio, el personal, sino el de su pueblo.
Tucumán tuvo una etapa literaria en la que los poetas creían que el hablar de la provincia era nombrar solamente a la caña de azúcar. Te puedo asegurar que muchos de ellos jamás hablaron con un pelador, un malacatero o un carrero; tampoco se babearon de chicos chupando un “Aca’i mishi”, esa golosina que chorreaban los tachos melazeros. Fueron poetas que no ahondaron en el ser tucumano, y es ahí donde está el hombre, con su habla, sus penas, su religiosidad, sus esperanzas y frustraciones... Mirá, el Tucumán de la campaña tiene características particulares porque, más allá de que nuestra provincia haya sido claramente contaminada por la llegada del tren y todo lo que eso significó, su habitante no modificó sus modos, sus costumbres, tampoco sus gestos hospitalarios. El tucumano abre la casa y si no tiene para comer, te dice, ya haremos alguito, quedate.
¿Cómo influyó la llegada del ferrocarril en la cultura de la provincia?
Desde la llegada del ferrocarril, Tucumán se volvió tanguero porque nos invadió Buenos Aires. Los porteños traían sus discos, sus equipos de música y se alojaban aquí aunque tuvieran sus labores en Salta; es decir que iban, trabajaban en Salta y los fines de semana regresaban a la ciudad de Tucumán, urbe ya por entonces mejor dotada de hoteles, restoranes y, lo más conveniente para ellos, la permeabilidad de sus habitantes para recibir la música llamada “ciudadana”. A tanto llegó la imitación, la mimetización que –y a esto lo escucharon mis orejas- hubo veteranos que hablaban con el “arrastre canyengue” del Buenos Aires de los suburbios.
Te digo más, cuando era un changuito, en casa, en el bucólico Nueva Baviera, los domingos a media mañana mi padre sacaba al patio un equipo de música todo lustrado, levantaba la tapa y echaba a andar el tocadiscos, y ¿qué discos sonaban?: ¡de tangos y foxtrot! Eran tertulias bailables con amigos donde la música tucumana estaba ausente y sus autores e intérpretes, relegados, casi en el olvido.
¿Considera entonces, que hay un folklore tucumano “escondido”, por así decirlo, que no llegó a conocerse bien?
Es así, zambas, chacareras y gatos nuestros han quedado tapadas porque los medios de difusión preferían obnubilarse con el tango y el foxtrot, lo otro era “música vieja”. Acá en Tucumán pasó lo mismo que con Andrés Chazarreta, y su conjunto en Buenos Aires ¡lo que le costó para que lo escucharan! Los medios aquí estaban con los artistas de traje y corbata que hacían tangos; las expresiones folklóricas autóctonas, mal llamadas campesinas, nunca pudieron llegar a la ciudad donde estaban los micrófonos que las podrían haber lanzado al aire.
¿Podría mencionar a algunos representantes de ese folklore tucumano relegado?
Aunque hubo muy buenos bandoneonistas, tales como: Aníbal Cánepa, Eduardo Podazza, Ángel Gordillo, Simeón Nieva, Marcos Helguero -director del conjunto “Pampa y huella” y guitarristas, digo: Federico Nieva, Ramón Facundo “El Gordo” Leiva, Francisco Quinteros (“El Ciego Pancho”), Arturo Celis y otros, yo rescato a los arpistas tucumanos, esos virtuosos que sostenían un arte de más de tres siglos. Isabel Aretz, por la década de 1950 logró registrar setenta arpistas dentro de la ciudad y en otros departamentos tucumanos. Entre ellos estaban, Juan Andrés Pérez -director de la Orquesta de Artes Nativos-, Lorenzo Helguero –integrante del grupo “Pampa y huella”-, Roque Royna -ejecutante ciego que recibió del presidente Sarmiento un arpa de regalo, la que hizo traer de Francia; Dicen que aquel instrumento lucía los nombres del arpista y el donante grabados en una placa de oro-; Segundo Aredes -fundador de la peña “El Alto de las Lechuzas”-, Pedro Díaz –maestro de arpistas, vivió en Villa Luján-, Vicente Herrera -hacía música de principio del siglo XX-; Romualdo Arce -arpista y constructor de instrumentos que vivía en El Garabatal, Tafi-; Juan Benigno Fernández -el más joven por aquellos años-, y mujeres arpistas tales como María Luisa Zamora -oriunda de Tafí Viejo-. Todos ellos hacían folklore nuestro.
¿Qué tipo de repertorio interpretaban?
Algunas obras propias y de autores como la simoqueña Ana Schneider de Cabrera -conocida como Anastasio Leiva-, creadora de temas tales como “Criollito” y “Ausencia”; “Viene clareando” zamba del arpista Aredes y Yupanqui; zambas de José Luis Padula, tales como “La gaucha” y “La llorona”; el gato “El 180”, un poco recopilado por Chazarreta y otro poco de autoría de Hilarión Acuña y René Ruiz; la zamba “Siete de abril”, también de Chazarreta; “Corazones amantes”, una zamba de autor santiagueño, Julio Argentino Jeréz, pero que menciona a la mujer tucumana; “La resentida”, de Julio Ferro; las que don Atahualpa Yupanqui ya había grabado por entonces. Dejo aclarado que eran ineludibles aquellas zambas tradicionales de orígenes desconocidos, como “La carreta volcada”, esa hermosa creación anónima que luego rebautizaron como “La amorosa”; “La chujchala”, otra sin dueño que ya rebautizada pasó a titularse “La catamarqueñita”.
¿Salían del ámbito íntimo, tenían posibilidades de mostrarse?
Por lo general, sí. Los bandoneonistas y guitarristas actuaban en bailes públicos, cabaret, recreos y en fiestas familiares; en cambio los arpistas no tan reclamados popularmente, como músicos solistas, mostraban su arte en casamientos, cumpleaños, reuniones con amigos o sumándose a grupos orquestales de música nativa; todos ellos se sostenían, además, económicamente, formando alumnos. Debo lamentar que ese legado que sembraron, no haya llegado a nuestros tiempos. Es más, no se sabe qué se han hecho las arpas, esos preciosos instrumentos -dos o tres de ellos se exhibían en el Museo Folklórico de calle 24 de Septiembre, no sé si aun están allí-. Cuando era un chango joven vi el arpa de don Segundo Aredes, descansando, ya sin uso, en un rincón de la peña “El Alto de las Lechuzas”.
¿Cómo lo conoció Roque Royna a Sarmiento?
Dicen que fue cuando Sarmiento vino inaugurando el ferrocarril, en las últimas décadas de 1870; lo llevaron a Royna para que le toque el arpa.
En su poesía se destacan dos recursos para abordar los personajes sobre los cuales escribe: el primero, desde la tercera persona, como en “Pascasio Quintino” o “Lorenzo el toba” y el segundo, que se evidencia en obras como “Zamba del Arribeño” o “Semillita de cardón, tomando la posición de la primera persona, como si se dejase “poseer” por el personaje referido.
Yo empecé escribiendo en tercera persona; si leés “Este paisaje es mío” lo notarás, salvo un poema donde digo: Soy el habitante de esta tierra donde el sol se derrama en savia reventando en el maíz… Pasado el tiempo necesité comenzar a decir desde mí algunas cosas, ser el personaje del poema; porque considero que el lector también debe saber algo del autor, ¿y qué conoce a través de “Semillita de cardón”?: un sentimiento hacia esos pueblos nuestros, hacia esa gente que habita Los Zazos, Amaicha, Talapazo…, realmente ha sido muy gratificante que esa vidala sea en este momento, en Amaicha del Valle, un tema emblemático; vos les pedís a alguna cantora o cantor “Semillita…” y te lo ofrecerán al golpe de sus cajas; ellos se sienten “Semillita…”. El haberlo elaborado así, hace que los amaicheños se consideren ese indio que habla, o canta, en el poema.
Con respecto a “Zamba del Arribeño”, mis amigos, los que me conocen verdaderamente, dicen, ¿sabés una cosa?, vos sos el arribeño, en el temperamento, en tu modo “solo” de ser y estar, es como que vivís en silencio y escondido; y eso es verdad, soy así. Ellos me han detectado ahí, en esa zamba.
Desde mi apreciación sólo considero que me hago carne de lo que viven esos seres expoliados, usados por los hombres del llano.
Desde su experiencia como observador: ¿qué diferencia encontró entre el hombre del llano y el hombre de la montaña?
Muchas diferencias. Dentro de la misma montaña las hay. No es lo mismo hablar con un amaicheño, un encalillano, o un quilmeño, dueños de esa tierra recuperada por Cédula Real, que hacerlo con un tafinisto, un mollarense o con la gente de Chasquivil, obligados desde hace siglos a la sumisión de los patronazgos. Los primeros, como buenos comuneros, son celosos de su territorio y esa pertenencia los distingue; en cambio los segundos están sometidos a la voluntad de los terratenientes, esos que ni bien desaparecieron los Jesuitas, fueron beneficiados por la famosa Junta de Temporalidades.
Ahora bien, si observamos al habitante de la zona llana, digo, del este de la provincia, nos encontraremos con un morador rural aculturado, mezcla de campesino y pueblero.
Tucumán, hasta hace unos años era el único paso para ir a cualquier otra provincia del norte, no había otra ruta, así fue absorbiendo lo que llegaba de distintos lugares del resto del país, especialmente lo de las grandes urbes. Sumale a eso la inmigración que se produjo desde fines del siglo XIX; muchos de nuestros pueblos recibieron la cultura de los inmigrantes; en Lules y Famaillá, por ejemplo, se radicaron gran cantidad de árabes que sembraron sus culturas y con el tiempo se unieron a los criollos hasta formar una sola sociedad. En las zonas cerreñas esto ha sido mucho más leve, por eso se mantienen las comunidades originarias.
Volviendo a su poesía, ¿considera que cuando un poema se musicaliza, adquiere una dimensión de obra nueva?
Eso solía sentir u opinar cuando escuché mis primeros poemas musicalizados. Pasado el tiempo e “hilando finito” las urdimbres del asunto, descubrí que no, que las melodías reafirman a lo literario, que la obra escrita sí halla en el canto un complemento eficaz de trasmisión masiva, pero no me imagino el escuchar, por separado, la melodía compuesta para un buen poema, sin traer, mentalmente, al poema con ella. Estoy convencido de que una obra poética, si tiene hondura, bien puede valerse sola, claro, si la canción se le une, bienvenida sea.
Y sobre mis poemas ligados a la composición, dejame decirte algo: nunca fui un negado a que mis versos sean compuestos por quien quiera. Jamás pasé ni pasaré por el tamiz el nombre o la fama de los músicos, para decidir quién me compone y quien no, no tengo esa ínfula. El precio que pago por esto es el de tener canciones que me gustan mucho y otras no tanto; ¡ojo!, no siempre las más apreciadas son las musicalizadas por los famosos, hay sencilleces surgidas de aprendices que me parecen de muy buena factura. El hecho es que cuando escucho una canción nueva que me complace, digo: bueno, a mi siembra le brotó un gajo nuevo, o una flor olorosa; si ocurre lo contrario, callado nomás me quedo.
En esto de la buena o mala fusión entre poema y música siempre me acuerdo de Rolando “Chivo” Valladares, cuando sabiamente decía: Si no hay machimbre, la canción no va a andar… y es así.
Sé, por mentas que me llegan, que algunos jóvenes toman mi poesía y le arriman melodías que crean. Eso me da felicidad por que el quedarme entre ellos es no morir del todo. Capaz que inconscientemente ando especulando cuando les digo: tomen mis libros, si por ahí se les ocurre alguna música, cantenlós, están para eso; yo los considero como libros de recetas culinarias, es para abrirlos y ponerse a cocinar.
Teniendo en cuenta a poetas como Homero Manzi, Manuel J. Castilla, Homero Expósito, Ariel Petrocelli, etc., quienes, como Ud., dedicaron gran parte de su obra poética al cancionero popular argentino, en tango y en folklore, adquiriendo un lugar de referencia a la hora de abordar dicho cancionero, ¿considera que hay actualmente una carencia de poetas que se dediquen a entregar su obra a la canción?
Sí, la carencia es lamentable y a la vez preocupante. Desde hace muchos años, décadas digo, el poema lírico-popular, y vuelvo a usar un término: con hondura, está casi en vías de extinción. Este arte de verdadera significación cultural, perdió terreno agredido por “versillos” sin fundamentos, repetitivos en las temáticas y rimados, cuando riman, del modo más primario, o burdo, conocido.
Vos sabés que he viajado y viajo mucho dictando charlas sobre “Cómo escribir poesía para la canción folklórica”, sesiones de las que también participaste hace poco tiempo. Esas experiencia me confirman que nuestro país tiene un caudal numeroso de jóvenes que se sienten atraídos por el tema, pero se niegan a ejercitar ciertas cosas que son fundamentales: el hábito a la lectura; el ver, más que mirar; el sentir curiosidad por todo…; sin esos, más otros componentes insoslayables, no cimentarán una base para la buena escritura.
Algunas de estas carencias los llevan a rozarse con hechos o personajes interesantes para eternizar en un poema pero no los ven; y si se los mostrás en el momento, cosa que hice varias veces, el acotado idioma que poseen no les permite aventurar ni una línea. Además, cuando suben a nuestros valles, donde todavía pueden encontrar algunos vestigios de cultura intacta, no es eso lo que los atrae, van a hacer ruido, a beber sin tope o a obnubilarse con algunas yerbas y ni se enteran de todo lo que culturalmente está ocurriendo en sus narices. Esto pasa en una celebración de La Pachamama, un Inti Raymi o, si nos alejamos de la provincia, en el Enero Tilcareño.
Para redondear el tema, digo: sufrimos la carencia de poemas para la canción porque nuestros jóvenes -y me dirijo a ellos porque son los que todavía tienen tiempo para aprender, borrar y volver a escribir, y no a los viejos que ya no tenemos tanto “hilo en el carretel”- no quieren ver lo que ocurre en el entorno cultural donde viven, y repito, le huyen a los libros. Si no se fortifica eso, nuestras expresiones literarias van a quedar expuestas a bambolearse ante cualquier vientito; serán intentos sin raíces. Los jóvenes que aspiren a ser poetas deben hacerse de raíces. Antonio Machado dijo algo que no debe perder vigencia: quienes quieran tomar el camino de la poesía, no olviden su folklore y cuando él dice folklore, no dice ni zamba ni chacarera, tampoco saeta, cante hondo, o flamenco, dice “cultura”; esto, traducido al tucumano significa: hazte de un auténtico modo de ser, valoriza tu lengua propia, porque, como dijo el filósofo e investigador del hombre sudamericano, Rodolfo G. Kusch: Un pueblo es las palabras que lo dicen…
Del pasado a la libertad
En este mismo escenario, en el de la cultura, también se enfrentan, absurdamente, dos elementos que si analizamos a fondo debían fusionarse en total armonía: El pasado y la identidad. La disyunción está planteada por quienes no entienden que el hoy no tiene cimientos si no está aferrado al pasado y que es ahí donde nuestras raíces de identidad comienzan a desarrollarse, a fortificarse. Y vuelvo a mencionar a Kusch, quien acertadamente dijo: El conocimiento del pasado es el abrigo de la identidad y la identidad es la puerta a la libertad. Creo que, aunque el tema es amplísimo, lo dicho deja en claro que pasado e identidad son inseparables.
En la Edad Media surgió esta diferencia entre “poesía culta” y “poesía popular” que, hasta el día de hoy, podríamos decir que existe, sobretodo cuando nos referimos al poema hecho canción como “letra”, en oposición al que se incluye en libro, ¿cuál es su posición frente a esto?
Aquellas críticas que sacerdotes y “señores” les hacían a los juglares callejeros que improvisaban Mester, a veces muy provocativos y hasta ofensivos dirigidos a las clases altas, mostraban el desprecio y la discriminación hacia el sentir popular; las clerecías debían sobreponerse a los cánticos (juglarías) considerados burdos, o soeces, que aquellos saltimbanquis dispersaban por las calles, eso sí, aplaudidos por las plebes. En las consideraciones que ciertos “sabihondos” esgrimen cuando analizan qué es “Letra” y qué “Poesía”, sólo se puede entrever una estrechez de pensamiento que, quizá, daña a los poetas populares que les prestan atención. Te digo que a mí esas opiniones no me suman ni me restan nada. La satisfacción que siento cuando un obrero, un canillita o un docente, silba o canturrea en su trabajo trozos de mis canciones, es pago suficiente por mi entrega poética. Me imagino que Jorge Luis Borges, cuando escuchó cantados sus “Jacinto Chiclana”, “Juan Muraña”, o “Milonga en marfil y negro”, debe haber gozado de lo lindo. Lo mismo sentirían, si hubieran escuchado sus poemas musicalizados, Antonio Machado, José Hernández, o Rafael de León, autores que, me imagino, se convirtieron en “letristas” para los necios.
Y como corolario digo: quien tome un camino como el mío debe marchar con firmeza y jamás distraerse devolviendo los toscazos que puedan lanzarle. Mi canto poético es popular, así lo pergeñé desde el principio y sé que no es equivocado. Prefiero que me canten en una peña, en un asado o me graben en un disco, y no dormir llenándome de polillas y de telas de arañas en los anaqueles de una biblioteca; anhelo que mi libro esté ajado, manchado de vino, de grasa… porque, si lo veo así, sé que ha sido tocado, abierto, usado, a lo mejor prestado o robado. Yo tengo libros de muchos autores tucumanos que ya no leo porque me pasa lo mismo que con La Biblia cuando tenía doce años: nunca los entendí… y no considero que esté falto de conocimientos ni sensibilidad… Debe haber otras razones que me lo impiden.
¿Qué representa hoy para usted Baviera, su lugar de origen, y qué Raco, lugar donde reside? ¿Hay un punto donde estos lugares se encuentran?
El recuerdo del Nueva Baviera, ese ingenio que mató el milico Onganía en 1966, me trae tristes remembranzas, me despierta al dolor de su gente. En ese pueblo nadie era feliz; no se podía serlo pues tenías un garfio feroz ciñendo tu libertad, una mordaza impidiendo el manifestarte en contra de las injusticias que se vivían. Y a eso lo sufríamos hasta los chicos. Las patronales emitían normas que debíamos cumplir todos. A tal punto llegaban las absurdas disposiciones, que los changos del vecindario no podíamos cortar ni una naranja de la enorme quinta que tenía la compañía; lo contradictorio era que a esa plantación de cítricos no se le daba ninguna atención, fructificaba por mandato natural y esas jugosas preseas se derramaban maduras alfombrando el suelo, sin ser cosechadas ni aprovechadas por nadie.
Si me refiero a los obreros rasos, aquellos que no tenían un oficio y se ocupaban de los trabajos basuras, te cuento que sufrían un trato discriminatorio conocido por todo el plantel, o sea, desde jefes jerárquicos hacia abajo: tanto ellos como sus familias, digo, mujer e hijos, no podían ingresar a la zona donde residía el personal de alto rango; sin embargo nosotros, hijos de personal calificado, teníamos acceso hasta para introducirnos en sus dormitorios sin pedir permiso. Muchos mocosos, inflados por una estúpida soberbia, lo hacíamos. Pero esta licencia que nos abría las puertas de aquellas casas a los imberbes que correteábamos por doquier, tenía un lado obscuro que conocí cuando alargué los pantalones. Había administradores, contadores y “jefuchos” con ginetas, que en las noches avanzaban, dentro de esas viviendas, sobre las mujeres y las hijas jóvenes de esos sumisos trabajadores, que hasta se ofrecían a recibir a “los señores”, con bebidas y bocados, temerosos de perder sus limosnas mensuales... El hablar sobre el cierre del Baviera y la llegada del Comando Táctico, el que tenía al “Loco” Arrechea como jefe, merece una larga charla; por ello considero que debemos dejarlo para otro encuentro.
Y después de acordarme sobre el desaparecido Nueva Baviera y sus zonas grises, digo que sí hay semejanzas entre ese ingenio y Raco.
Cuando lo caminé por primera vez, aquel diciembre de 1996, le dije a mi compañera, la pintora Ana Lía Madrigal: ¡qué hermoso lugar para alzar nuestra casa!, cuatro años después estábamos habitándola. En nuestra vivienda fundamos una ONG, “Fundación Cultu-Raco”, que se ocupó de apoyar a los artesanos del lugar y de otros sitios de la provincia; la casa se convirtió en una sala de exposición de muy buenos trabajos hechos a mano; pero lo más importante fue el comenzar a conocer a la gente de toda esa región: Raco, El Siambón, El Nogalito, Potrero de las Tablas, y de más arriba de los cerros: Anfama, Chasquivil, Ancajuli, La Lagunita, Los Piletones…
La charla con ellos empezaba por cualquier tema, pero, a medidas que se prolongaba se iba inclinando hacia sus pobres situaciones de vida. Entonces me dispuse a ahondar en eso.
Mis conclusiones hoy son que ese habitante también es prisionero de patrones, que sujeto a órdenes de los terratenientes, dueños de esas zonas cerreñas, no pueden forjar un destino independiente. Quienes se revelan a esa realidad, son expulsados y terminan desterrados, hacinados en terrenos fiscales, sitios tan reducidos que no les permiten criar sus animales ni cultivar para sustentarse diariamente. El final es conchabarse en las comunas o cuidar jardines de las casas de los veraneantes.
Desde entonces, hace 14 años, sigo mirando a esa gente que en ningún momento se ha podido sacar las cadenas de encima, ¿por qué los acompaño y les canto?, seguramente por mi ideología, tengo una conciencia social de la que no me pude escapar nunca y fui a dar con una mujer, Ana Lía Madrigal, que piensa y siente igual que yo. Mi conciencia me dice que en la poesía debo testimoniar y hasta denunciar lo que ocurre allí; y lo seguiré haciendo, sé que esa es mi tarea como poeta popular. Te digo algo más, si el destino me obliga a radicarme en otro lugar de mi provincia, buscaré a los que sufren ignominia y llenaré mis cuadernos o gastaré las cuerdas de mi guitarra, cantando a ese hombre que está preso de las injusticias. O sea que repetiré aquello que hice recordándolo al Nueva Baviera.