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Notas
CRÓNICA EXCLUSIVA

07/12/2012

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RECORDAR


Tengo la suerte de ver música en vivo muy seguido, dos o tres veces por semana. Y casi siempre son cosas bellas. Diferentes géneros, distintos escenarios, desde lo más under hasta los shows mainstream.  Soy un público amable y predispuesto. Amo la música y aprecio y admiro el esfuerzo y la pasión de los músicos. Pero lo que me sucedió en el Teatro SHA fue algo que me desbordó.

El subtítulo del show: “Una brisa entre dos tiempos” me prometía suavidad y frescura. Con esa expectativa llegué al teatro con sueño y con un poco de resaca de domingo y me hundí en la butaca para sumergirme en ese bello mundo sonoro que varias veces disfruté viendo a Liliana Herrero en vivo. Arrancó con “Tu nombre y el mío”, esa versión impecable y sanguínea que hace de la obra del sureño Lisandro Aristimuño. Bien.  Se le sucedieron “Nueva” de Hugo Fatorusso, “La casa de al lado” de Fernando Cabrera, “Tema del hombre solo” de Jaime Ross, y de Carlos Aguirre: “Sueño de arena”. A esa altura del show, yo ya estaba llorando. Un llanto calmo, sin pausa ni angustia, me sorprendió en esa tarde de domingo. Entre tema y tema me limpiaba las lágrimas y me cuestionaba mi hipersensibilidad. Me preguntaba que me pasaba, con qué armas me estaban golpeando que no me dolía llorar así, en público, sin ningún motivo psicológico, sin tristeza. Un llanto profundo, ancestral, primitivo,  irracional: llorar de música.

Casi como una súplica, Liliana Herrero se acerca al proscenio y dice: “Este no es un concierto festivo. Déjenme que haga canciones que hace mucho que no hago. Estas canciones que no están en ningún lugar y yo sé que podemos escucharlas. Yo sé que podemos escucharlas de paz y de batalla.”

Leo un tweet del joven filósofo Dario Sztajnszrajber: “Lo fácil, lo cómodo, lo seguro. Esa búsqueda burguesa. Prefiero la belleza aunque me arroje al peor de los horrores. Belleza mata seguridad.” Pienso: esa es la belleza que se adivina en esta obra.  Conseguida a fuerza de destruir estructuras, status quo, géneros, nomenclaturas. Pero si olvidar las ruinas, construyendo desde ellas. Tomando la tradición folclórica como el agua con la que amasa la tierra de su creación y con ese barro nuevo, construir algo nuevo al fin. Con el agua vital presente, siendo parte fundante, pero sin estar evidente. Estar sin ser. O sí, ser parte: ser el cambio, la transformación, la evolución.

Cierro los ojos y me acuerdo: Liliana Herrero acurrucada en una silla roja en el medio del escenario, rodeada de sus músicos, abstraída de una platea absorta, cantando “Se me va la voz” de Guillermo Klein (a quien le dedicó el concierto). Cuenta con el cuerpo, con las manos, al borde de las lágrimas, se acurruca y se hace suspiro y cuando su cuerpo se abre, su voz se eleva, llena el espacio, avanza, cobra forma física. Dice Lowen -el psiquiatra creador de la bioenergética- que la voz es una extensión del corazón. Entonces, nunca es más acertado decir que Liliana Herrero canta desde y con el corazón. Y esa voz, su voz, puede ser desprolija como un desgarro o precisa como el corte de un bisturí. Sí, contradictoria. Porque en ese universo vibrante hay lugar para la duda. Ella parece estar siempre al borde del abismo. Está tan al borde que no sabemos si caerá. Y esa tensión nos monopoliza la atención. Sin embargo, nunca cae. Sus músicos están allí, también a manera de red. La contienen, la empujan, subrayan su intención o la contradicen, conversan con su voz, la siguen o la desvían. Ariel Naón en el bajo y contrabajo, Mario Gusso en la percusión, Martín Pantyrer en los vientos y Pedro Rossi en la guitarra, atraviesan la melodía como por un bosque oscuro pero con paso de cazadores. Todos precisos, brillantes, destacándose aún en los arreglos más austeros. Una pulsión de jazz los atraviesa.

Al rato invita a Juan Falú. Son dos viejos conocidos. Dos discos juntos y una mutua admiración precede a esa intensidad que se vivirá con zambas del Cuchi Leguizamón y Manuel Castilla y una preciosa versión de “Alfonsina y el mar” que el tucumano hizo solo.

Como si relata un viaje,  con sus impresiones personales a flor de piel, la entrerriana interpreta temas del Negro Rada, Spinetta, Diego Schissi, Hilda Herrera y Antonio Nella Castro y de nuevo un poco más de uruguayo Fernando Cabrera. En una pantalla, las fotografías proyectadas del cubano Kaloian Santos Cabrera son acordes visuales que refuerzan el “constant concept” artístico-político de la artista. Para muestra, un botón: el show comenzó con la imagen de una pareja besándose al lado de una pared con un grafitti que decía “La revolución es un sueño eterno”.

Ya insinuándose el final, se refiere al concierto -al que llamó “Intervalo. Una brisa entre dos tiempos”- y dice: “Este “Intervalo” entre un disco y otro, es una tempestad, un huracán. Me equivoqué al decir que es una brisa”. Entonces entiendo mi llanto. Había esperado la caricia de una brisa y me encontré con un vendaval. Con la certeza trágica de presenciar algo que muere y algo que nace. Me encontré con la fuerza vital de la música en movimiento.

Nota: Lucrecia Carrillo

Fotos: Clara Ripoll


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