Biografía: Antonio Tarragó Ros nació el 18 de Octubre de 1947 en Curuzú Cuatiá, Corrientes, hijo único de Tarrago Ros y Elia Crispina Molina. Matrimonio fugaz el de sus padres, consumado por la circunstancia contundente del nacimiento de Antoñito y la insólita rigidez moral del abuelo Antonio Ros, que paradójicamente había dedicado su tiempo a escandalizar a los vecinos con posturas socialistas; inconcebibles en tal tiempo y lugar.
Apenas nacido el niño pasó al cuidado de su abuelo Antonio y sobre todo su abuela Florinda. Mientras sus padres seguían cada uno su camino, comenzó a envolverlo el mundo familiar y amoroso de una casa de catalanes anarquistas, enquistados en el corazón de Curuzú Cuatiá.
Abuela Florinda se impuso como madre amantísima y absoluta. Desconfiada de la escuela publica, a su tiempo decidió enseñarle ella misma los rudimentos del saber, a su propio gusto y convicción.
Niño extraño resulto, creciendo en una casa de locos, con los padres lejos, siguiendo cada uno su propio rumbo. Sin ir a la escuela, leyendo sin método a la dirección de la abuela. Sin religión, en esa casa de ateos de la que jamás salía a confraternizar con otros chicos de su edad que crecían y jugaban del otro lado del ligustro y siempre envuelto en las ensoñaciones del maravilloso padre ausente, que triunfaba con su música tan lejos de él.
Ese mundo mágico y peculiar se trunco abruptamente la morir la abuela a pocos meses de haber fallecido el abuelo, cuando antoñito tenia 11 años.
En esa ocasión volvieron los padres. Tarrago desde Rosario apenas recalo para el velorio y se fue recomendándole al niño que para cualquier eventualidad, ahí estaba su amigo Gualberto Panozzo, acordeonista, sodero y compadre del alma. La madre llego desde su misteriosa vida de Buenos Aires y también paso como una ráfaga, pero antes lo dejo en casa de su hermana Lala, en el mismo pueblo y desde allí al campo, a la chacra de los Giroto. Así el niño mimado y solitario, sin mas obligaciones que las que le imponía el criterio singular de la abuela, paso a ser un pequeño peón que debía trabajar para mantenerse.
Pobre Tarragosito, fuera del cerco de ligustro de la casa ahora desmembrada y dueño del horizonte por primera vez, pero con un pan tan fatigosamente ganado.Un día, imprevistamente como siempre lo hacia, apareció de nuevo su madre y decidió que ya estaba bien de salvajadas campestres y se lo llevo al pueblo de Mercedes, cerca de Curuzú, a la casa de su otra hermana Bachita y su marido Macho Pintos.
Fue otra vuelta de tuerca a 180 grados. Bruscos cambios radicales que iban afectando al niño y trazando fuerte su personalidad.
El tío tenia un caballo de carrera que por aquella época fue el mejor amigo de Antoñito. Juntos pasaban las horas que así no resultaban tan solitarias. Un día de juegos mas violentos el caballo le mordió la espalda y el respondió castigándolo con la fusta. Pero apareció el tío Macho y arrancándosela de las manos, le cruzo repetidamente la espalda mordida a longazos. Antoñito lloro amargas lagrimas por el dolor de su primera paliza tan injusta y por su vida tan desquiciada.
Volvió a aparecer su madre otro día cualquiera para exigirle que asistiera a la escuela, pero esta vez Tarragosito armo un berrinche monumental, exigiendo de una vez por todas que quería vivir con el querido Gualberto, el amigo de siempre de su añorado padre y el único que le prometía el afecto que tan desesperadamente necesitaba.
La música siempre estuvo presente en la familia Ros. El bisabuelo Francisquet pasmaba a los curuzucuateños cuando arremetía con antiguas canciones catalanas que arrancaba de un extraño instrumento fabricado con huesos. Al padre Tarrago muy temprano lo encandilo la música de los menchos y se fue tras ella en busca de su destino y a Antoñito solo le quedaba el querido Gualberto Panozzo, que además de repartir soda pulseaba la acordeona y lo fascinaba mientras le contaba anécdotas del padre lejano.
Como no iba a querer irse a vivir con el, después de tanto trajinar por vidas ajenas en las que no podía arraigarse porque a nadie le importaba. Gualberto lo recibió en sus brazos amorosos y lo cobijo con paciencia y sensibilidad.
Cachorrito apenas sosegado, por primera vez hizo la experiencia de ir a la escuela, salteándose años, como alumno aventajado por aquella formación selectivamente autodidacta que le había dado la abuela.
Ahora su vida era algo muy parecido a la felicidad, cruzando el pueblo en el carro a caballo, repartiendo la soda junto a Gualberto y después, sentarse a su lado aprendiendo a tocar el acordeón y escucharlo hablar de su padre, al que ahora recuperaba mas tangiblemente en las palabras del amigo.
Aprendía cosas del eterno ausente que atesoraría para toda la vida y que marcaban los trazos definitivos de su destino, porque, bebía en las palabras de Gualberto, su padre y Cocomarola luchaban en una militancia acérrima por dignificar esta música tan menospreciada dentro y fuera del litoral.
Un día en que se sintió preparado, o tal vez porque las ganas del padre lo ahogaban, se largo de Curuzú con rumbo a Rosario donde estaba el legendario ausente. Se fue con nada de equipaje y dos amigos para la travesía. Partió indocumentado, ya que su abuelo se había negado sistemáticamente a "afiliarlo al estado" y un papelito arrugado con la dirección tantas veces imaginada.
Pero los tres intrépidos se encontraron con la sorpresa de que Tarragó estaba en Buenos Aires. No era justamente su hijo el que iba a volver a Curuzú fracasado en la empresa tan largamente acariciada, así que los tres decididamente continuaron viaje a la Capital, mas exactamente al internacional, un hotel de la calle Bernardo de Irigoyen al 500 donde se quedaron tres días invitados por Tarragó.
Si hubiera que resumir aquella temeraria aventura en pocas palabras, estas serian que a partir de ese momento Antonio puso en claro consigo mismo que le urgía vivir de una vez y para siempre al lado de su padre.
En esa breve estadía comenzó a vislumbrar como era aquello de la militancia chamamecera, tantas veces escuchado en las charlas de Gualberto. La vida de Tarragó distaba mucho de asemejarse a lo que el suponía debía ser la de las grandes estrellas, su padre vivía modestamente y además, no estaba bien de salud.
No paso mucho tiempo antes que se presentara ante su padre en Rosario, llevaba un tremendo golpe en la boca producto de la ruidosa despedida que le habían ofrecido sus amigos en Curuzú y plantándosele delante, le aseguro que su única intención era la de ser músico como el.
Y comenzó a trabajar con el conjunto del padre como acordeonista suplente y presentador, mientras iba descubriendo de a poco que si bien Tarragó no era la estrella fastuosa que el imaginaba desde su abandono en Curuzú, era un artista hasta los tuétanos, amado por las gentes humildes, mujeriego, discutidor y solidario. Y sin duda por ese tiempo de descubrimientos esenciales termino de perfilar su destino, enrolándose en las banderías del padre por la militancia del chamamé y seguramente también fue ahí donde se prometió a si mismo que algún día el llevaría esas música maravillosa y marginal hasta mas allá de las fronteras del país y de los prejuicios, para que sonara en igualdad de condiciones, tanto en los teatros como en las bailantas. Y hasta se habrá imaginado, abrazado a su verdulera, cruzando el escenario del teatro Colon, frente a un publico que ovacionaba de pie.
Reivindicando de una vez y para siempre a su padre y tantos otros. A su propia esencia y razón de ser.
Rosario fue una etapa trascendental para Antonito, el reencuentro con su padre lo desamputó de esa carencia infinita, lo ubico definitivamente en su lugar y le dio aire suficiente como para ir comprendiendo cuales eran los pasos a seguir, para que en el camino trazado el fuera haciendo sus aportes esenciales.